miércoles, 10 de julio de 2013

ANECDOTARIO RINCONADEMUCENSE (VI).


Relatos cortos –entre la anécdota y la historia- referidos al Rincón de Ademuz.




Otra historia relacionada con el Alpargatero se refiere a un matrimonio que regentaba la portería de una casa-palacio en Valencia, propiedad de unos aristócratas... Cuando el hombre se jubiló, la pareja vino a Torrebaja, pues la mujer era de aquí, donde todavía tenía ella algo de familia. Vivían en una casita de la calle Fuente, esquina con el callejón de la Talega. Para conocer más detalles me dirigí a mi vecina, Marina la Colasa –me refiero a la señora Marina Gómez Romero (Torrebaja, 1933), hija de Nicolás y María-, pues, según me habían dicho, su madre estaba emparentada con la mujer del portero:
  • Sí, mi madre –se refiere a la señora María Romero Arnalte (1893-1973)-, era sobrina de la mujer de aquel hombre, al que llamaban Agustín... De jóvenes habían estado sirviendo en Valencia con unos condes o marqueses. Cuando se jubilaron, el señor le regaló al portero un reloj de bolsillo, con una cadena de oro tan gruesa como el dedo... Al llegar a Torrebaja estuvieron viviendo en Las Eras, en casa de mis abuelos, pero luego se bajaron a una casa de la calle Fuente, esquina callejón de la Talega, la que fue de Paco el Molinero... Cuando el hombre murió, la mujer, a la que decían Manuela, agradecida por lo bien que siempre se había portado con ella, le puso a su difunto todo lo que tenía de valor, el reloj y la cadena de oro, unos anillos, hasta media docena de pañuelos de hilo... Ya te digo que no tenían hijos, y todo le parecía poco para el marido. Durante el amortajamiento estuvo presente el Alpargatero, que estaba casado con Leonor, una prima segunda de mi madre: Claro, él vio que al muerto le ponían el reloj y todo lo demás... Y una noche fue al cementerio, esto a los pocos días del entierro, abrió el nicho por detrás, sacó el cajón y robó al muerto el reloj y lo que llevara de valor... Lo descubrieron porque en la parte de atrás del cementerio tenía una viña el tío Bienvenido el Abadejo, que al ir por allí vio el destrozo de la tapia y restos de la fechoría, y dio parte...

Detalle de fachadas en la margen izquierda (levante) de la calle Fuente en Torrebaja (Valencia), 2013.
           
La relación del hecho continúa por otra fuente, la señora Trinidad Martínez Arnalte (Torrebaja, 1941), que también recuerda haber oído el sucedido.

  • Lo del robo en el cementerio ocurrió como te lo cuenta Marina la Colasa, al menos yo siempre lo he oído así... Se supo que había sido el Alpargatero porque unos días antes el tío José el Farriate –se refiere al señor José Marín Pérez (1906-1966)- lo había encontrado en su pajar... Sí, parece que José había ido por paja y lo encontró allí amagado, con la mujer... Según explicó, el Alpargatero le amenazó con rajarle el vientre si decía algo... El pobre hombre se fue a su casa temblando, medio muerto de miedo... Me contaba su hija Pepita que a su padre le salieron habones por todo el cuerpo, pensaron que del susto que tuvo: Sólo se lo contó a Alfredo, que era muy amigo suyo... -se refiere al señor Alfredo Sánchez Esparza (1905-1984), que era mi padre-. Lo que se pensó que había ocurrido es que, pasado algún tiempo del entierro, el ladrón y su mujer vinieron de donde estuvieran, se escondieron en el pajar de José el Farrite y una noche fueron al cementerio, abrieron el nicho por detrás, sacaron el cajón y robaron al muerto.

Fachadas de casas en la calle Fuente de Torrebaja (Valencia), con detalle de la entrada al callejón de la Talega, a la derecha de la imagen (2013).


Sin embargo, para hacer casar ambas versiones –la de la señora Marina y la de la señora Trini-, podemos pensar que si el Alpargatero estuvo en el amortajamiento del difunto, cabe establecer como hipótesis que el ladrón y su mujer, tras el entierro se marcharon, o hicieron ver que lo iban a hacer, pero en vez de marcharse se escondieron en el pajar de José el Farriate, donde éste los encontró... O se marcharon y regresaron, escondiéndose en el pajar, para realizar el robo y volver a marcharse sin dejarse ver... Lo cierto es que no lo sabemos con seguridad, pero algo de esto debió ocurrir...

Sigue diciendo el testimonio:
  • Dijeron que el robo lo descubrió Trini la Abadeja, pues sus padres tenía alguna finca en esa parte... El caso es que la moza vio el agujero del nicho, ropa y restos de telas negras esparcidas por allí, porque entonces los cajones de muerto se forraban con tela... Se vino al pueblo escapada, dio cuenta y así se descubrió todo. Aún encontraron por allí una cadenita de oro que se le debió caer al ladrón. En la parte de atrás de la tapia observaron unas señales hechas con unos trozos de tejas cruzadas, para señalizar el nicho. El Alpargatero actuaba así, y desaparecía...

El difunto al que sacaron del cajón y robaron era Agustín Sánchez García, natural de Pétrola (Albacete), hijo de Francisco y de Catalina, fallecido el 21 de diciembre de 1940, a los 70 años de edad -según la lápida-; y el 24 de diciembre de 1940, a los 72 años de edad -según el Acta de Defunción parroquial-. Su viuda, la señora Manuela Romero Blasco, natural de Torrebaja, hija de Manuel y de Joaquina, falleció el 17 de enero de 1943, a los 70 años de edad –según la lápida-; y el 17 de enero de 1944, a los 88 años de edad –según el Acta de Defunción parroquial-. Respecto a quién descubrió lo del robo, lo más probable es que fuera el señor Bienvenido, padre de Trini la Abadeja, antes que ella misma, pues si el descubrimiento del robo fue al poco del entierro, y éste se produjo al día siguiente del óbito –esto es, el 24 de diciembre-, ¿qué podía estar haciendo por allí una moza en ese tiempo, paseando, podando, replegando sarmientos, binando? Otra cosa hubiera sería si la inhumación hubiera sido en otoño, durante la vendimia... La señora Trinidad Gómez Marín, hija de Bienvenido y Antonia todavía vive; ella podría decirlo con seguridad, pero no reside en el pueblo.


Detalle de la lápida del difunto Agustín Sánchez García, esposo de la señora Manuela Romero Blasco en el Cementerio Municipal de Torrebaja (Valencia).
Detalle de la lápida de la difunta Manuela Romero Blasco, viuda del señor Agustín Sánchez García de Pétrola (Albacete), en el Cementerio Municipal de Torrebaja (Valencia). La placa contiene una peculiaridad, pues posee las típicas siglas R.I.P (Requiescat In Pacen/ Descanse En Paz/ y las clásicas D.O.M (Dominus o Deus Omnipotens Mortuus/ Muerto para el Señor o Dios Omnipotente).

En relación con el célebre Alpargatero se cuenta una última historieta, asimismo manifestada por la señora Trinidad Martínez Arnalte (Torrebaja, 1941):
  • Otra vez sucedió que el Alpargatero robó en el Ayuntamiento, de donde se llevó la caja fuerte... Resulta que mi padre tenía un macho que por la noche no paraba de dar patadas en la cuadra. Y la tía Amparo la Pinaza, vecina de la casa de mis padres, que se pasaba hasta las tantas de la madrugada cosiendo, arreglando y zurciendo ropa de sus hijos, notó que aquel día el animal daba más golpes de lo habitual, y pensó: El macho de Gregorio, ¡cuánta guerra está dando esta noche...! -porque parece que el ruido era más fuerte de la habitual-. Así pasaron varias horas con el ruido, pan, pan, pan... Tanto fue, en relación con otros días, que la mujer llegó a pensar: ¡Esto no parecen patadas...! A la mañana siguiente averiguó lo que realmente había pasado, pues enseguida se dijo que habían robado en el Ayuntamiento.
Y sigue:
  • Sí, parece que quitó una reja que había en la fachada posterior, entró y se llevó una caja fuerte que había. La caja la encontraron en el Otro Lado, adonde se la llevó para abrirla... No sé qué caudales habría en la caja, pienso que no serían muchos, porque los Ayuntamientos nunca tienen una perra, pero Octavio –se refiere al señor Octavio Valentín Lahuerta (1916-1974)-, el secretario, lloraba... Porque, contra su costumbre, ese día se había dejado la llave de la caja fuerte en un cajón del escritorio de su mesa, y cavilaba: Si la llega a encontrar hubiera abierto la caja sin necesidad de llevársela, y me hubieran hecho a mí responsable, o cómplice... Lo cierto es que robaron los caudales del Ayuntamiento, los pocos o muchos que hubiera, y la culpa se la llevó el Alpargatero; porque parece que no podía ser otro...

Pero veamos cómo termina la historia del célebre ladrón:
  • Tiempo después del robo de la caja del Ayuntamiento, alguien lo reconoció en la estación de ferrocarril de Teruel y lo denunció, y camino de Torrebaja los civiles lo detuvieron en Villel. Parece que le hicieron tal atestado que de esa no pudo escapar, y se comentó que el propio Alpargatero se daba cabezazos contra la pared, diciendo: ¡La mayor cartera que he robado ha sido de tres mil pesetas..! ¡Antes robaba para ustedes, pero ahora lo hago para mí...! Yo no sé qué querría decir con esto, quizá que los guardias le protegían y se quedaban con parte de lo que robaba; no sé... También se dijo que confesó algún crimen que había hecho en Francia, allí mató a una madre y a su hija, y después de robarlas las estampó con el coche que las paseaba. De Villel lo llevaron a Teruel, y de allí a Zaragoza... Contaba mi padre que alguien de aquí fue a verle, y le comentó: Aquí en Aragón me han molido... El caso es que desde entonces desapareció de la zona... Unos decían que habría muerto en la cárcel de alguna paliza. Otros que escarmentó del vicio de robar de tanto como le arrearon. Porque entonces los guardias arreaban buenas palizas. Lo cierto es que se esfumó y nunca más se supo...

Esa fue la última fechoría achacada al Alpargatero, un personaje muy temido, por tantas como hizo, pues todo lo malo que ocurría en el pueblo, a él se le atribuía... Según el testimonio, al pobre Alpargatero le propinaron algunas palizas, y digo “pobre” no porque no se las mereciera, sino porque así eran entonces las cosas, y todos, incluso los cacos, somos hijos de nuestro tiempo. Hoy no le ocurriría, pues si un delincuente tropieza en la celda y se da un tozolón en la cabeza, ¡pobre del carcelero...

Calle del Rosario en Torrebaja (Valencia), con detalle de los escaparates de la tienda donde estuvo en antiguo Estanco de la localidad (2013).

Recuerdos indelebles de la infancia.
Hay recuerdos de sucesos ocurridos en la infancia, que permanecen indelebles a lo largo de la vida de las personas; esto es un hecho constatado que cualquiera puede experimentar... Hay en Torrebaja una calle denominada de la Herrería, paralela a la de Zaragoza y perpendicular a la de san Roque y del Rosario. El nombre del callejón proviene de una herrería que hubo durante mi infancia, de esto hace ya muchos años... Recuerdo haber visto allí a las caballerías atadas del ronzal a una argolla, mientras las herraban las trababan, y en el befo les ponían un par de palos atados con fuerza -me refiero al acial o torcedor-, con el propósito de que el daño que les producía les hiciera olvidar el del herraje, haciendo cierto el dicho de que un mal mayor hace olvidar otro menor... Aquella especie de tenaza en el morro del animal me producían pavor, pues yo no podía entender aquella crueldad...

         Periódicamente venía entonces al pueblo un vendedor ambulante de Los Santos, aldea de Castielfabib, al que llamaban Santiago el Mantecosa: traía sus productos en un carro con toldo tirado por una yegua, la cual se hacía de notar por unos alegres cascabeles que llevaba colgados del collerón. En cuanto enfilaba la calle del Rosario, el campanilleo de las sonajas hacía saber a las mujeres del vecindario que el vendedor había llegado. Tenía por costumbre parar en el primer banco de la Plaza, cuyo nombre oficial era Santiago Ramón y Cajal; la denominación del espacio público databa de principios de siglo, cuando le concedieron el Nobel de Medicina al insigne investigador aragonés (1906). Pocos pueblos se libraron de tener una plaza con este nombre en España, reflejo del orgullo patrio... Decía que el tal Mantecosa aparcaba su caravana en el primer banco de la Plaza; entonces sólo cementada la parte de abajo, estando la de arriba todavía de tierra. El banco donde se apostaba el vendedor era de cemento imitando madera, obra de un artesano catalán que pasó por aquí después de la guerra, en los primeros cuarenta (ca.1943). Había cuatro bancos y varios grandes árboles en línea, delimitando el espacio de la plaza y de la calle; eran unos hermosos bancos que quitaron años después, sin que ninguno posterior se asemejara en hermosura a los que nombro.


Detalle de los antiguos bancos  y árboles que ornaban en los años cuarenta, cincuenta y primeros sesenta la plaza del Ayuntamiento de Torrebaja (Valencia), magnífica obra de un artesano catalán que pasó por la localidad después de la Guerra Civil 1936-39).

Santiago el Mantecosa era un personaje peculiar; de mediana estatura, tenía la voz recia y portaba un impresionante mostacho, tal el de un guardia civil de preguerra. La yegua la metía en la cuadra de mi padre, con el que tenía cierta amistad... En pago por la cebada y la paja que el animal comía, el vendedor regalaba a mi padre un cuartillo de olivas negras de Aragón envueltas en un cucurucho, una lata de sardinas en aceite o un chorizo de Cantimpalo –nunca todo a la vez-; a mí no me gustaba aquel chorizo, decían si lo hacían con carne de burro viejo... Contaban que en cierta ocasión estaba comprando la mujer de un guardia civil, una señora andaluza muy gruesa y salerosa, que vivía en la casa de la tía Rogelia, sita en la calle de san Roque. Durante la compra se dirigió al vendedor: Señor mantequilla..., que tal y cual... El vendedor levantó la cabeza y le dirigió una mirada fulminante, exclamando: ¡Mal está lo de Mantecosa, pero por mantequilla no paso...! –y todos se echaron a reír, pues era muy guasón, aunque sin saber con certeza si hablaba en broma o en serio-.

En cuanto venía Mantecosa los muchachos nos acercábamos para ver si traía pirulís, que eran un tipo de golosina terminado en punta con un palo en la base. Como entonces no había apenas dinero corriente, estoy diciendo de la segunda mitad de los cincuenta, la gente compraba al trueque o por intercambio, pues el vendedor admitía pieles de conejo, hierros viejos y otros objetos. Un pirulí equivalía a una herradura vieja, por eso fue que en cierta ocasión fuimos varios niños a la fragua del callejón de la Herrería, a pedir una herradura al herrero... Aquel día tuve una de las experiencias más desagradables de mi vida, pues el herrero fue dando una herradura a cada niño, y cuando me llegó el turno, dijo: ¡Para ti no hay, ya se han acabado...! –y me quedé paralizado, sin herradura y sin pirulí, claro-.

Los niños son niños, aparentemente todo lo olvidan y perdonan... Quiero decir que yo me olvidé del asunto, pero a los pocos días me cogió mi madre por banda y me preguntó sobre el tema. Alguien que estaba en la herrería le había contado lo sucedido con la herradura, y mi madre me puso a caldo, pues el informante afirmó que sí había herraduras, un montón de herradura viejas que el herrero me había negado... Yo no entendí bien entonces lo sucedido, pero mi madre me hizo prometer que nunca más me acercaría por allí, y haciendo honor a mi promesa jamás volví a pedir herraduras al herrero del callejón de la Herrería. Sólo muchos años después entendí el sentido de lo sucedido; pero esa es una lamentable historia de desencuentro familiar, una triste cuestión de herencias que no merece la pena contar... Es frecuente en los pueblos que haya desavenencias entre los vecinos y familiares, por asunto de herencias, lindes y otras cuestiones, ¡y quien  no las haya tenido, que las espere! Hoy, después de tantos años, todavía me pregunto: ¿Cómo pudo negarme el herrero un trozo de hierro viejo, el precio de un pirulí...? Al fin y al cabo yo sólo era un niño... Y es que para ser buenos, ¡todos necesitamos un poquito de ayuda divina!


Detalle del callejón de la Herrería en Torrebaja (Valencia), 2013.

Tiempo después de lo de la herradura tuve una experiencia similar, ésta sucedió en la misma Plaza... Estábamos un grupo de niños jugando, cuando llegó un coche. Entonces había pocos coches, tan pocos como para uno se hiciera notar. El vehículo pertenecía a una familia de gente bien que venía a pasar los veranos al pueblo, con sus hijos... No se dirá aquí su nombre, pues aprendí de chico que se dice el pecado, no el pecador. Al poco de aparcar, el conductor sacó del coche una papelina enorme, como de dos o tres kilos llena de caramelos. Y llamó a dos de los niños con los que estábamos jugando. Aquellos niños eran primos carnales míos, y parece que también eran parientes del hombre de la papelina, pero yo no lo sabía. Y llamándoles, les dijo: Todos los que podáis coger con una mano son vuestros... –los demás muchachos nos quedamos mirando, a ver cuántos podían sacar en el puñado-. Sacaron bastantes, suficientes para llenarse los bolsillos. ¿Imaginan ustedes la escena, el hombre sujetando la papelina, los primos sacando una bolsillada de caramelos y los demás niños mirando, boquiabiertos, algunos con los mocos colgando...? Me faltan palabras para describir la escena, pero me sobran arrestos para recordarlo... Porque recuerdo que el hombre de los caramelos no nos ofreció ni un solo dulce a los demás niños allí presentes. ¿Por qué habría de habernos dado alguno, acaso nos conocía? –podríamos preguntar-: Debió darnos, porque éramos niños, y a los niños no se les puede negar un caramelo, ni una sonrisa... Nunca creí que aquel buen hombre actuara con maldad, más bien pienso que fue por falta de sensibilidad. Ya de mayor nos hicimos amigos, quiero decir que nos tratábamos, aunque la diferencia de edad era considerable, y un día se lo conté: ¡Es verdad, es verdad lo de la bolsa de caramelos...! –y me pidió perdón; yo también le perdoné-. Ha pasado más de medio siglo de aquello, pero yo todavía lo recuerdo, y cada vez que lo hago me sonrojo...

Vista general de la plaza del Ayuntamiento de Torrebaja (Valencia) en los años cuarenta, cincuenta y primeros sesenta, con detalle de los bancos de obra y ailantos (Ailanthus altissima) que la ornaban.

Una lección inolvidable.
Verán, a mí me ha pasado algo parecido a lo que le sucedió al escritor portugués José Saramago (1922-2010), que el hombre que más me ha enseñando apenas tenía los estudios primarios, mi padre... De él no aprendí conocimientos académicos, pero sí principios y comportamientos morales. Mis padres siempre quisieron que estudiara, en especial mi padre, que como digo era un hombre poco letrado; mi madre sabía algo más de letra, pero no tenía ese ansia porque mi hermano y yo estudiáramos... Decía él que valía más una mala carrera que una buena hacienda.

Siendo él jovenzano sus padres le mandaron a estudiar, interno, con los Hermanos Maristas de Teruel –esto sería hacia 1915, cuando contaba 10 años-. Y sucedió que con ocasión de las fiestas de Santa Marina la Cerecera, antes de acabar el curso, se escapó del colegio y vino al pueblo con un carretero: Sí, en vez de arrearme un par de guantazos y devolverme al colegio, mi padre se lo tomó a broma... –eso contaba mi padre, reprochando a mi abuelo su proceder-. Quizá el abuelo tuvo sus razones, pues mi padre era el único varón de la familia, ya que los demás eran hijas. Bueno, había otro hijo mayor que mi padre –Enrique- que no estaba bien, y falleció joven... El caso es que mi padre ya no regresó con los Maristas, se quedó en el pueblo ayudando a su padre en las faenas del campo, y de tratante con los animales. Su vida fue dura, como la de tantos agricultores de la zona, por eso me decía que hacer el campo debía ser lo último, siempre pendiente de la climatología y los precios oscilantes del mercado; que más valía una mala carrera...

No obstante su falta de formación académica, mi padre era un hombre inteligente y bueno, cualidades de las más admirables en una persona; aunque carecía de habilidad para los negocios, pues todos los que emprendió le salieron mal o le engañaron; porque el negocio no tiene corazón, ni entraña, y él tenía ambos en demasía. Escribía con una caligrafía preciosa, durante mis años de estancia como bachiller en Barcelona, él era el encargado de escribirme; lo hacía todas las semanas y cometía menos faltas de ortografía que muchos de mis amigos de facebook... Tenía una habilidad extraordinaria con los números, todo lo contrario de lo que me sucede a mí; de haberse presentado al programa de Jordi Hurtado –Saber y Ganar-, en la calculadora humana no hubiera fallado... En su ancianidad se aficionó a la lectura, su libro preferido era el Quijote, no sé cuantas veces se lo leería, pero le hacía mucha gracia el personaje y sus aventuras; cuando lo terminaba, comenzaba de nuevo... Poseía también una gran memoria, pues se sabía de carrerilla el nombre de los pueblos más importantes de aquí a Extremadura, producto de sus viajes como tratante, las fechas de las ferias de animales, y el nombre de las posaderas... Contaba él que una le preguntó sobre la cena: Alfredo, ¿cómo quieres el huevo? -y él respondió-: ¡Fritos, mujer, fritos...! -y se reía con ganas, pues aunque no era muy chistoso, tenía su gracia-.

Mi padre -Alfredo Sánchez Esparza (1905-84)-, primero por la izquierda, el responsable de la empresa Bayer en España (centro) y Octavio Valentín Lahuerta (1916-1974), secretario del Ayuntamiento de Torrebaja (Valencia), durante una comida en Barcelona (ca.1945-50), tras la epidemia de Cacoecia sp., que afectó la zona del Rincón de Ademuz mediados los años cuarenta.
En cierta ocasión mi padre vino por Navidad a Barcelona, para verme... Y resulta que íbamos pasando por la Plaza de Cataluña o aledaños –estoy diciendo de los primeros años sesenta-, cuando nos encontramos con una persona de Ademuz o Castielfabib conocida suya, y nos paramos un momento para que se saludaran y hablar. Una vez se hubieron despedido, yo hice algún comentario burlón del conocido de mi padre, no sé si por la forma de hablar o el vestir, pues iba de pana y con boina. Mi padre se paró, y mirándome con enfado, me dijo: Alfredo, ¡nunca te burles ni te avergüences de la gente de tu tierra...! Mi padre era un hombre tolerante, todo lo contrario de mi madre, que era más puntillosa y exigente, pero le vi tan disgustado que nunca olvidé la lección. Esta misma enseñanza transmití yo a mis hijos: Nunca desairéis ni os abochornéis de la gente del Rincón de Ademuz, vuestra tierra... –espero hayan aprendido la lección-.



De cierta variedad de vallanqueros catalanizados.
El pasado año tuvo lugar XLII Septenario (2012) de la Virgen de Santerón, y como devoto que soy de esta Virgen –que no es otra que la Virgen María, madre de Jesús de Nazaret- fui a la romería;[1] y mientras tenga fuerzas, procuraré ir a los futuros septenarios.

La travesía del Santerón, de Vallanca a la ermita algarreña por la Virgen y del ermitorio a la villa con la imagen sobre sus andas, a hombros de los portadores, es una experiencia de gran calado, física y espiritual a la vez, sólo comprensible por el que la ha realizado alguna vez con el ánimo del creyente. Como el camino de Santiago, resulta mucho más que una excursión o caminata por el monte. Pero para ello hace falta tener fe religiosa -lo cual no está al alcance de todos-: Sí que lo está la fe existencial, que el filósofo y siquiatra alemán, Karl Jasper (1883-1969), definía como la distensión entre la duda y la creencia... -pues en ese debate nos hallamos todos-.

Pero vayamos a la anécdota, que se produjo durante el camino de regreso, sobrepasado ya el descansadero del rento de Vallongo. Iba yo detrás de un grupo de gente catalana, probablemente un matrimonio con sus hijos, entre ellos había uno pequeño... En realidad no sé cuál sería su vinculación de sangre, pero se trataban con gran familiaridad. Tampoco sé si eran realmente catalanes, quiero decir naturales de esa parte de España que conocemos como Cataluña, pero hablaban en catalán, lo cual nada tiene de particular... Yo tengo gran simpatía por lo catalán, me gustan les mongetes amb butifarra, la coca de san Joan, els calçots de Valls con salsa romesco y muchas otras cosas, como la sardana –además de los escritos de Josep Pla (1897-1981) y el vino del Penedés-: no en vano pasé los años de mi adolescencia y primera juventud en Barcelona, estudiando el Bachillerato. Vivía con unos tíos en el segundo piso del 512 de la calle Córcega, esquina Cerdeña, cerca de la plaza de la Sagrada Familia, que durante años fue mi lugar de juegos... ¿A qué colegio iba?, pues al Patronato de la Sagrada Familia y San Ignacio de Loyola; todavía debe existir... En mi tiempo, los profesores más emblemáticos eran los hermanos Jara, don Antonio y don Serviliano, originarios de León, creo. Sí, yo hablo el valenciano, tengo algún título académico que lo certifica, y entiendo y me hago entender perfectamente en catalán... -y esto por afición, y también por devoción-.

Hace unos años estuve unos días en Barcelona, esto después de muchos años de ausencia; pero aunque encontré que la Ciudad Condal ya no era la de mi adolescencia, seguía siendo una gran urbe, multicultural y cosmopolita, pese a los intentos de los nacionalistas por aldeanizarla. Prueba de ello es que la locutora que anunciaba las estaciones del metro utilizaba el catalán y otros idiomas, excepto el español. ¡Valiente majadería!

Ya saben lo que sucede en una romería, unas veces vas solo y otras acompañado, hablado con unos y otros, admirando el paisaje, cavilando en tus cosas, rezando o pensando en las musarañas... -cuando el camino es largo hay tiempo para todo-. En cierto momento, yendo yo detrás de la “familia catalana”, se me acercó un coterráneo al que no conocía, y empezamos una conversación. Los “catalanes” que iban delante hablaban en voz alta, siempre en catalán, y se hacían notar... Yo pensaba para mis adentros: Sin duda, lo de la inmersión lingüística les ha calado... Mi fugaz acompañante, como si me hubiera leído el pensamiento, comentó: ¡No sé de qué se las quieren dar estos..., pero no me extrañaría si sus abuelos hubieran ido por estas trochas recogiendo boñigos...! –palabras textuales-. Nuestra conversación derivó después hacia otras cuestiones, que ya no tienen que ver con la cuestión, y tras un rato de charla, al llegar al siguiente descansadero, que está en el pozo del Herrero, nos separamos.


Detalle de la bajada de la Virgen de Santerón, en el XLII Septenario (2012).
           
La anécdota de la romería de Vallanca me recordó otra similar ocurrida durante un viaje a Grecia -de esto hace ya algunos años-. Iba un grupo de gente de distintos lugares y lenguas visitando ruinas, y entre ellos nosotros, por una zona en descenso que hay entre el templo de Teséion y el Ágora romana, donde la Torre de los Vientos: Sí, detrás de la Acrópolis, entre Plaka y Monasteraki... Delante de nosotros iba una familia catalana, gente pija de mediana edad con varios chicos y chicas jóvenes, ya sobrepasada la adolescencia... Hablaban en voz alta, se llamaban unos a otros, bromeaba, siempre en catalán. El hablar en catalán no tiene nada de excepcional y menos de reprochable; pero recuerdo que el comportamiento de aquella gente me irritó y se lo comenté a mi mujer, que es de parla valenciana y mujer muy comprensiva, y quitándole importancia me dijo: ¡No hagas caso, son jóvenes...! En realidad no eran todos tan jóvenes y me dio la impresión de que querían hacerse notar, como diciendo: ¡Nosotros no somos como estos españoles, somos catalanes, esto es, diferentes, mejores...! –pero ya digo que sólo fue una impresión, quizá no querían llamar la atención y sólo eran gilipollas-.



El Rincón de Ademuz, “terra incongnita”.
En el contexto de una conversación con Luis Manzano de Ademuz, socio y fundador de la “Vicoop Cooperativa Valenciana”, contaba:
  • Hace unos años –cuatro o seis- fui con otros de aquí a una feria que se celebró en el puerto de Alicante, para promocionar nuestra empresa y la manzana esperiega de la zona... Se nos ocurrió ofrecer como regalo una caja de manzanas a los que supieran dónde se hallaba el Rincón de Ademuz: ¿Quieres creer que no pudimos regalar ninguna, ya que nadie supo decirnos donde estaba esta comarca...? Pues así fue, ninguno de los asistentes supo darnos razón de la ubicación del Rincón de Ademuz...

La anécdota resulta significativa, además de desconcertante, en tanto pone en evidencia una realidad de incultura generalizada, que debiera hacernos cavilar. ¿Acaso nos hallamos en algún lugar desconocido alejado de la civilización, terra incongnita en medio de ninguna parte...? Me niego a aceptarlo, pienso más bien que se trata de una cuestión de conocimiento; vamos, de formación y cultura básica. Prueba de ello es que si eligiéramos al azar una muestra de cien vecinos y les preguntáramos dónde se halla y qué es el Condado de Treviño, ¿cuántos sabrían darnos una explicación correcta? ¡Nunca se sabe, pero creo que pocos...!

Detalle de camino rural en El Rento de Torrebaja (Valencia), junto a la ribera del Turia (2013).


Palabras finales.
 Don José Aznar Blasco (1836-1895) fue un párroco que hubo en Torrebaja, su curato abarcó varias décadas, desde los años treinta de su siglo -que fue el XIX- hasta mediados los noventa, en que falleció. Entonces los curas pasaban mucho tiempo en sus parroquias, no como ahora, que apenas aprenden los nombres de los feligreses los trasladan. Sería estupendo poder hablar con él, le preguntaría por las circunstancias de su vida, y las de la gente de Torrebaja y el Rincón de Ademuz en su tiempo, pues él era natural de Puebla de San Miguel, y conocería a fondo la zona. Obviamente, resultará imposible nuestro diálogo, pero nos dejó un estupendo informe, que documenta la Santa Visita del obispo de Segorbe a Torrebaja -en 1878-, registro del que pueden extraerse múltiples datos para ilustrar la cotidianeidad de aquel tiempo. Además, vivió la terrible experiencia del cólera que afectó la provincia y esta comarca a mediados de los años ochenta de su centuria (1885); la explícita nota que dejó escrita en los libros parroquiales así lo evidencia.

La anécdota relativa a una niña que presuntamente cayó de un solanar y se mató, resulta el paradigma de un relato falso, pues la verificación documental del hecho desmiente su autenticidad. En todo caso, no pudo producirse de la forma que se cuenta, ni en las personas que se nombran, toda vez que la niña falleció a los seis días de su nacimiento -como consecuencia de una “Enteritis aguda”-; y su madre al día siguiente del entierro de la hija, de “Nefritis puerperal”. Aunque pudo tener lugar en otro contexto familiar, pues cuando el río suena, agua lleva...

Los relatos referentes al célebre y temido delincuente, apodado el Alpargatero, constituyen un buen ejemplo de la España negra y profunda en el ámbito rural de posguerra, donde la apertura de un nicho para robar a un muerto constituye un hecho patético, a la vez que estremecedor.

Finalmente, entre las anécdotas, he colocado algunos de mis recuerdos de infancia, evocaciones imperecederas que me acompañarán mientras viva, pues enriquecieron mi experiencia y moldearon mi carácter. Al fin y al cabo estamos hechos de la materia de los sueños, y de remembranzas. Cierto, los seres humanos somos algo más que recuerdos..., ¡pero sin recuerdos no somos nada! Vale.




[1] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. La travesía del Santerón en el XLII Septenario (2012), en Desde el Rincón de Ademuz, del jueves 11 de octubre de 2012.

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