Palabras previas.
Sin la menor duda, el santo más celebrado en el Rincón de Ademuz es san Antonio Abad –que en los pueblos de parla valenciana llaman sant Antoni del Porquet- más conocido como san Antón. Su onomástica se celebras el 17 de enero y son varios los pueblos de la comarca donde esa noche se encienden hogueras por las calles, además de oficiar misas y procesiones en su honor; entre ellos destaca Casas Bajas, localidad que le tiene por patrón. Ya lo dice en cancionero local:
El 17 de enero/ día de gran esplendor/
se celebra en Casas Bajas/ la fiesta de San Antón.
Hace tiempo escribí un artículo sobre san Antón, santo intercesor que me resulta especialmente atractivo por su estampa de anciano bondadoso, vestido de humilde sayal con capucha y larga barba blanca, al que se pinta con sus tradicionales símbolos iconográficos: bastón en forma de tau (T), libro (evangelio), campana (claustro) y rodeado de animales de corral, entre los que no falta un simpático cerdito.[1] Ciertamente, san Antón es un varón de muchos carismas, y son varias las profesiones que le tienen por protector, siendo las más representativas las relacionadas con el fuego -herreros, alfareros, arcabuceros...-: de ahí que se le suela representar con una hoguera o una casa ardiendo... Asimismo, sus favores, gracias y bendiciones se relacionan con el mundo agrario -y la ruralidad- apadrinando animales de corral y caballerías.
Para entender cabalmente la variedad de atractivos que envuelven al santo abad hay que acudir a sus orígenes y estilo de vida: su biografía –Vita Antonii- fue escrita por su amigo y discípulo el obispo de Alejandría, san Atanasio (297-373), que nos lo propone como ejemplo de espiritualidad y sencillez: “Si viviésemos como si hubiéramos de morir cada día, no fallaríamos tanto...” –escribió el prelado. Sus célebres “Apotegmas”, colección de dichos y sentencias demuestran su fidelidad a la creencia cristiana (dogma) y su radicalidad en la práctica evangélica.
Todos o casi todos los pueblos y aldeas del Rincón de Ademuz tienen en sus iglesias o ermitas una imagen de san Antón; también las hay en las fachadas de algunas casas, en pilones o casilicios del camino, incluso en el frontispicio de una fuente –como en Puebla de San Miguel: fuente del Gamellón- donde luce una de las estampas más bellas.[2] Representaciones del santo abad pueden verse incluso en las lápidas de los cementerios locales; aquí, además de mostrar la devoción personal de los allí inhumados, también se le vincula a los camposantos.[3]
San Antón el cerdito que le acompaña.
En relación con el epígrafe del título, cabría preguntar: ¿Qué relación tienen san Antón con los animales en general y con los cerdos en particular? Ciertamente, la cuestión resulta procedente, pues ya hemos dicho que al santo suele representársele con variedad de animales, entre los que no falta un cerdito a los pies.[4] Asimismo, desde una óptica teológica, la figura del cerdito se ha interpretado como la representación de la “bicha” o demonio que le tentaba durante su periodo de internamiento en el desierto. De esta forma, colocar un dócil cerdo a los pies del santo podría interpretarse como la manifestación de su dominio sobre el mal y la impureza; no hay que olvidar que para otras culturas y religiones -en particular la judaica y la musulmana- el cerdo es un animal impuro... De hecho semeja que las formas animales -mejor “animalescas”- conque la iconografía ha narrado y pintado sus tentaciones se han transformado en variedad de pacíficos animalitos (agrestes, selváticos, de corral), mostrando que los animales son también criaturas de Dios. De ahí que hacer sufrir a los animales o sacrificarles inútilmente se interprete como un pecado contra el Creador, y contra la naturaleza. Porque a través de los animales también puede encontrarse a Dios, toda vez que son obra suya... -un razonamiento no exento de lógica.
En el Retablo de la Creación –óleo sobre tabla de Juan de Juanes (1500-1579), que puede admirarse en la parroquia de San Nicolás de Valencia- el pintor valenciano describe el sexto día de la creación del mundo, con multitud de animales a su alrededor. En el centro del cuadro está la figura de Dios Padre, al que se representa con la mano derecha levantada, bendiciendo y ordenando su obra, mientras con la izquierda sujeta la esfera del mundo. Admirando este magnifico cuadro, pues es de admirar por su belleza naturalista y formal, resulta fácil imaginarse a san Antón en lugar de a Dios Padre; en mi imaginario estético compone el paradigma del santo egipcio.
De mi infancia en Torrebaja resulta fácil evocar la bendición de los animales por san Antón... El sacerdote, revestido con roquete y estola se subía a uno de los bancos de obra que había en la plaza del Ayuntamiento -entonces Ramón y Cajal- y procedía a la aspersión de los animales que había allí concentrados:
Hasta mediados los cincuenta del pasado siglo, llegada la fecha, el párroco [...] se dirigía al lugar de costumbre para la bendición de los animales, pues ese día no se le ocurría a nadie sacarlos a trabajar. Allí estaban la mayoría de los vecinos con sus bestias de carga (caballos, machos y burros) y de corral (gallinas, conejos, pavos...), en representación del resto de los animales de la casa. No faltaban los domésticos (gatos y perros), incluido algún dócil cerdo gruñendo; ni tampoco algún astado (cabras) y ovejas que traían los ganaderos./ Según la costumbre [en unos casos], el cura hacía una bendición general a los concurrentes, mientras que en otros iban pasando los feligreses con sus animales delante del sacerdote, que, hisopo en mano, iba rociando a los animales con el agua bendita del acetre, portado por el monaguillo. No había casa entonces que no tuviera su animal de carga o transporte, pues los trabajos del campo no podían llevarse a cabo sin las sufridas bestias. Incluso el señor médico tenía una cabalgadura para sus desplazamientos. Hasta tal punto era así que los benditos animales formaban parte de la familia, teniendo incluso nombre propio. Asimismo podríamos decir de los animales de corral; allí señoreaba el cerdo, base proteica del sustento doméstico, cuya conservación en las orzas del frito resultaba primordial. Por ello era tan importante bendecir los animales, como garantía de la pervivencia nutricia. Si en alguna casa se lesionaba un macho o moría un cerdo se producía una gran desgracia; lo mismo que si una peste aniquilaba la camada de conejos o el gallinero, fuente de carne y huevos. Nada tan necesario, entonces, como la bendición anual de los animales, invocando la benéfica protección del santo barbado.[5]
Pero la vinculación del cerdito con san Antón tiene especial significado en Casas Bajas, donde sigue diciendo el Cancionero local: El volteo de campanas/ y el sorteo del gorrino/ el 16 nos anuncia/ que el día la fiesta vino; pues en esta localidad se celebraba con especial fervor la tradición del “Gorrino de san Antón”:
Hasta mediados los sesenta, cada año, algún vecino, si se criaban bien los cerdos que tenía (por haberlo prometido o haber parido muchos la cerda) regalaba un lechón a la comisión de fiestas. Y durante todo el año, por turno, cada familia alimentaba el animal para su engorde. Dicha costumbre enraíza con otra más antigua [vinculada a los frailes antonianos medievales], cuya variedad estaba en que la carne del cerdo sacrificado se repartía entre los más pobres de la comunidad. [Cuando dejaron de haber pobres como los de antaño, que solían ser muy pobres] La recaudación procedente de la rifa del gorrino iba destinada a beneficio de las fiestas, para pagar la música: a veces un acordeonista, otras una banda de Liria (Valencia). Con frecuencia, para rebajar costes, los mismos vecinos acogían a los músicos de la orquesta, repartiéndolos entre varias casas.[6]
San Antón y el pan dormido de Torrebaja.
Respecto al “Pan dormido de san Antón”, existe en Torrebaja una singular tradición, variante de los “Rollos de san Antonio” celebrado en otros lugares. Durante la misa de ese día el sacerdote bendice varios canastos, cestas de mimbre forradas de tela, llenas hasta los bordes de pequeños trozos de pan dormido, que durante la celebración han estado a los pies del santo, cuya imagen se coloca en su festividad sobre las andas para la procesión. Concluida la misa, los cofrades –clavarios o “caridaderos”, como llaman en Mas del Olmo a los cofrades de Santa Bárbara en el reparto de los molletes- se colocan a la puerta del templo con las cestas, para que los feligreses cojan varios trozos de pan bendito conforme van saliendo: “De algunos vecinos se decía que solo iban a misa el día de san Antón, por aquello de recoger el pan del santo...” –y puede que fuera verdad, pues allegar el preciado pan bien valía una misa. No en vano la tradición dice que el bendito alimento protege a las personas que lo ingieren contra las enfermedades intestinales, tan comunes en otro tiempo, extensivas a los animales del corral, a los que también se les ofrecía desmigajado.
Dichas prácticas –la elaboración y el reparto del pan bendito de san Antón- eran patrimonio exclusivo de varias familias locales, constituidas en cofradía con acceso restringido al parentesco de sangre o político, pues estaba reservado a los apellidos Esparza y Gómez:
A cargo del común de la hermandad y por turno de insaculación, una de estas familias se responsabiliza cada año de hacer el pan, trocearlo, y llevarlo a la iglesia para su bendición y reparto. Hasta mediados los años cincuenta del siglo pasado, la preparación de la masa se hacía en casa del “hermano” encargado ese año. Para ello, cada familia se comprometía a aportar un kilo de harina sin cerner y tres huevos. Cernida la harina, el salvado resultante se cedía a la familia responsable, a modo de compensación por el trabajo. Después, pasaban toda la noche amasando y “subiendo la masa”, para comenzar a hornearla de madrugada en el horno comunal. Antes de la aparición de la levadura moderna, para “subir la masa” había que conservarla caliente, efecto que conseguían manteniendo una hoguera encendida, de la que extraían brasas, disponiéndolas en gavetas, que situaban junto al amasador. Actualmente, con la desaparición de los hornos públicos, el pan se encomienda a una panadería local./ El derecho de acceso y pertenencia a tan singular cofradía pasa de padres a hijos, de forma que nadie puede formar parte de la misma más que por vínculo de sangre [o familia política]. El origen de la misma parece hallarse en el cumplimiento de alguna antigua promesa, por el beneficio recibido del santo abad en cierta comprometida situación familiar. Y que los descendientes cumplen cada año sin dilación, hasta el punto que en el pasado siglo solamente dejó de celebrarse durante los años de la Guerra Civil (1936-39).[7]
La festividad tenía -y sigue teniendo, sin embargo- otra dimensión profana, representada en el encendido de hogueras por las calles del pueblo, cuyos orígenes pueden remontarse a la antigüedad pagana. Presuntamente, como sucedió con otras atávicas celebraciones, la Iglesia católica, en su sapiencia integradora, en vez de destruirlas, se apropió del contenido popular de las mismas, cristianizándolas e incluyédolas en el santoral. No en vano a la Iglesia le pasa lo que al demonio, que sabe más por vieja que por sabia.
San Antón y las hogueras festivas.
Con todo, cabe preguntarse: ¿Qué relación guarda san Antón con las hogueras o estas con el santo? Resulta arriesgado establecer una vinculación clara, definitiva. La advocación del fuego se ha pretendido explicar por los poderes milagrosos y curativos que el abad poseía, en especial contra las enfermedades de la piel, hasta el punto de haber existido una enfermedad epidémica denominada “fuego sagrado”, “mal de los ardientes”, “fuego infernal” y “fuego de San Antonio” -expresiones que en los textos médicos actuales todavía se asimilan a la erisipela. La expresión "fuego de San Antonio" data del siglo XI, cuando se fundaron los monasterios-hospitales de san Antonio Ermitaño para atender a las víctimas de esta dolencia. Dichos "hospitales" se subvencionaban en parte con el producto de vender la carne de los cerdos que los frailes dejaban sueltos, para que los alimentara la vecindad -hecho que puede vincularse con la tradición casasbajense de alimentar un gorrino entre todos vecinos para luego donar su carne a los pobres. En la actualidad no suelen verse este tipo de enfermedades, pero para hacernos una idea de lo terribles que eran hay que pensar que fue más temida que la lepra. Cuando afectaba las vísceras abdominales, aunque el cuadro era muy doloroso, terminaba pronto y la muerte se producía súbitamente. En las formas que afectaba a los miembros los pacientes no solían morir, pero quedaban terriblemente deformados y mutilados, perdiendo incluso los cuatro miembros. Por las descripciones documentales que se han conservado vemos que los enfermos se veían “atormentados por dolores atroces lloraban en los templos y en las plazas públicas; esta enfermedad pestilencial, corroía los pies o las manos y alguna vez, la cara”.[8]
Básicamente, la enfermedad se presentaba bajo dos aspectos distintos: uno convulsivo y otro gangrenoso. En el convulsivo, los afectados padecían un singular estado alucinatorio, próximo a la locura: de ahí la vinculación entre el “mal ardiente” o “fuego de San Antonio” y el estado mental inducido por las tentaciones demoníacas que el santo abad había padecido en el desierto. En el gangrenoso, el paciente se llenaba de llagas purulentas de aspecto nauseabundo. Como para la mentalidad medieval las enfermedades tenían su origen en el demonio -evidente en la forma convulsiva y alucinatoria- para tratar la enfermedad no cabía otro remedio que la intercesión divina. Precisamente, las recetas medievales contra la enfermedad, aplicadas por los monjes hospitalarios (Saint-Antoine-l`Abbaye), se basaban en ungüentos y brebajes, en cuya composición no faltaba grasa de cerdo y ciertos rituales, como la ingestión del “santo vinaje”, que no era otra cosa que vino común pasado por las reliquias del santo. Y de la alimentación se excluía, empíricamente, el pan de centeno, sustituyéndolo por tortas de pan candeal. La pócima alcohólica se utilizaba también en aspersión, rociando las partes gangrenosas del cuerpo, que cuando afectaban los miembros no se libraban tampoco de la amputación.[9]
Hasta que se conoció científicamente que el origen de la enfermedad estaba en el pan amasado con harina contaminada por el cornezuelo del centeno (Claviceps purpurea), lo cuan no se supo hasta finales del siglo XVI (1597) –gracias a las investigaciones llevadas a cabo en la facultad de medicina de Marburgo (Alemania)- para librarse de la enfermedad no cabía otra cosa que la intercesión divina (rezos, procesiones, rituales), aplicar ungüentos basados en grasa de cerdo, ingerir y rociarse con brebajes y portar amuletos bendecidos. Un lugar donde los enfermos acudían para buscar alivio a su mal era el santuario de San Antonio Ermitaño, donde los frailes antoninos les atendían con los cuidados arriba mencionados. Aquellos frailes enfermeros se distinguían de los demás por una T azul que portaban en sus túnicas.[10] Laval sugiere que el emblema de la T sobre el hábito podría referirse a las muletas usadas por los pacientes que acudían al santuario; sin embargo, resulta más razonable pensar que se refiere a la tau, letra del alfabeto griego (T-t) que tiene la forma del asidero del bastón con que se representa al santo abad de la Tebaida. Sin embargo, procede hacer un diagnóstico diferencial, pues si bien el denominado “fuego de San Antonio” es una intoxicación alimentaria epidémica (no contagiosa) producida por el cornezuelo, un hongo parásito del centeno y otros cereales, existe una forma particular de éste denominada “ergotismo gangrenoso”, que se parece a la “erisipela negra”: forma gangrenosa de la típica erisipela, que es una grave infección estreptocócica (contagiosa) de tejidos blandos conocida como “celulitis necrotizante”.[11]
Su relación con las hogueras encuentra también su explicación en los “Gozos” del santo cuando, refiriéndose a las tentaciones y sufrimientos que padeció en el desierto. Dicen:
En una terrible hoguera/ le arrojan por darle susto,/
mas la paciencia del justo/ ni se abate ni se altera.
Asimismo, en el que sigue:
Una hoguera se prendió/ en el campo, en un cortijo./
¡San Antonio!, el amo dijo,/ y enseguida se apagó.
Respecto a las hogueras de san Antón, mis recuerdos de infancia son del tenor siguiente:
[...] al atardecer de la víspera de san Antón las calles de los pueblos del Rincón mostraban una singular actividad, viendo como los lugareños acarreaban maleza del monte, raigambres de chopos y frutales, ramas de las podas y maderas rescatadas de los ríos durante las riadas, que, junto con cañotas y sarmientos, constituían la base ígnea de la fiesta. Las calles eran entonces de tierra, por lo que no había problema para encender fuego en las mismas. Las hogueras se formaban por grupos de vecinos, generalmente en el cruce y embocaduras, o en alguna plazoleta. Todos colaboraban en su armado, acarreando leña y arrimando troncos, hasta formar el amontonamiento de la hoguera. El ambiente era de fiesta, como siempre que el vecindario se solidariza para alguna actividad común. A la pira se añadían también trastos viejos de la casa, alguna silla sin apaño y cualquier elemento capaz de arder. Los más ingeniosos colocaban en lo alto algún muñeco, rellenando un pantalón remendado y una camisa vieja con paja. La cabeza solía formarse con alguna calabaza tocada con una raída boina o sombrero arruinado. La diversión estaba asegurada, pues cuando se prendía fuego a la leña los vecinos aplaudían el esperado momento en que las llamas alcanzaban el espantajo, inconsciente representación de los males que podían acechar a la comunidad. Aunque la leña era entonces un bien demasiado preciado para desperdiciarlo, el día de san Antón constituía un derroche, siquiera como forma de homenajear al santo varón en el día de su onomástica. Asimismo, entre los ganaderos y pastores de la zona era costumbre encender esa noche una hoguera, para esparcir luego las cenizas en el corral, otra forma de invocar la protección del santo para sus animales.[12]
Las hogueras de san Antón constituyen también una forma de iniciación a la vida adulta, a la vez que un símbolo de purificación del sexo y celebración de la fertilidad. Para los chicos de Torrebaja la celebración constituía un momento singular en la monótona estación invernal, cuando el frío de enero se adueñaba del paisaje aldeano y las escarchas y nevadas eran la norma:
Desde unos días antes los niños y adolescentes íbamos a las márgenes y cañares de las riberas para preparar nuestras pértigas. Después de seleccionarla y cortarla, pelábamos la caña con esmero, cuidándola y puliéndola. Y una vez prendidas las fogatas, cuando las llamas disminuían, la muchachada íbamos saltándolas en tropel, una tras otra, todas las del pueblo. Con las grandes sólo se atrevían los chicos mayores, como forma de mostrar su valentía. El salto de la hoguera, brincando con ayuda de la caña sobre las llamas vivas, constituye un típico rito de iniciación adolescente, representando la purificación del sexo para propiciar la fertilidad. Curiosamente las chicas no brincaban la hoguera, con excepción de las más aguerridas –que también las había-./ Tan atávica costumbre se remonta a la noche de los tiempos, representando el salto una forma de noviciado social y el paso del niño-adolescente al estado adulto, pues los más mozos tampoco saltaban. También simboliza el decurso estacional, cuando la naturaleza ya presiente la primavera. Inicio, travesía, rito de preparación de los hombres y los campos para la nueva temporada, pues la fecundidad era necesaria para la continuidad del grupo. Actividad festiva de una sociedad campesina –agrícola y ganadera- donde las bestias de fuerza, carne y carga formaban un todo con el hombre para la domesticación del entorno. En él la bendición de los animales constituía elemento esencial para procurar su conservación y garantizar la pervivencia.[13]
Desaparecido aquel mundo rural -y la ruralidad, en general-, nos queda la fiesta de las hogueras. Interrogando a las llamas crepitantes de la fogata de san Antón, el aroma de la leña quemada invita a pensar que todavía perdura entre nosotros el espíritu ancestral que hermanaba a las gentes de estos pueblos. No en vano es ésta una noche señalada, motivo de reunión para vecinos y amigos, con las chispas ascendiendo voluptuosas en la fría noche invernal. El vino de la bota alegra el espíritu y las llamas iluminan la oscuridad, bajo un cielo plagado de estrellas, tan gruesas como puños, con la límpida luna de enero en cuarto menguante; mientras se saborea un asado de chuletas y embutidos cocinados sobre brasas, y al rescoldo de la ceniza se asan sabrosas patatas.
Una reflexión final.
El tema de conversación de nuestros convecinos es distinto de las preocupaciones que animaban las de antaño, pero el espíritu de la fiesta de san Antón resulta idéntico. De la bendición de los animales apenas queda rastro; han desaparecido de las cuadras y corrales, ahora convertidos en almacenes y cocheras para automóviles y tractores. Sin embargo, en algunos lugares tratan de conservar la tradición, llevando a bendecir las mascotas de los niños (canarios, conejos de indias, tortugas y otros exóticos animalitos), y algún gato doméstico que ha vendido su libertad de cazador por el insípido pienso embolsado del supermercado. Para los actuales rinconademucenses, la clave para comprender el doble simbolismo que encierra la tradicional celebración antoniana puede estar en que mientras la vida del santo ejemplifica la renuncia y sencillez en un mundo ruidoso y consumista, etimológicamente, su nombre, Antonio [=el que florece] resulta una promesa de floración primaveral y renacimiento estacional, que en nuestro medio adquiere su pleno sentido. Con todo, nada nos impide continuar la fe de nuestros predecesores, invocando los “Gozos” del santo abad:
Bendito y sagrado san Antonio,/ excelente confesor,/
defendednos del demonio,/ del fuego, mal y dolor.
¡Que así sea! Vale.
GALERÍA FOTOGRÁFICA:
Plafón cerámico representando a San Antonio Abad en un pilón-casilicio de Torrealta-Torrebaja (Valencia), 2007. |
Plafón cerámico representado a San Antonio Abad en una fuente pública de Puebla de San Miguel (Valencia), 2007. |
Plafón cerámico representando a San Antonio Abad en una hornacina de la fachada de la parroquial de Casas Bajas (Valencia), 2007. |
Bendición del "pan dormido de san Antón" en la iglesia de Torrebaja (Valencia), 2012. |
Procesión con la imagen de San Antón por las calles de Torrebaja (Valencia), 2012. |
Procesión con la imagen de San Antón por las calles de Torrebaja (Valencia), 2012. |
Procesión con la imagen de San Antón por las calles de Torrebaja (Valencia). |
"Hermano" de la Cofradía de san Antón durante el reparto del "pan del santo" a las puertas de la iglesia de Torrebaja (Valencia), 2012. |
"Hermanos" de la Cofradía de san Antón durante el reparto del "pan del santo" a las puertas de la iglesia de Torrebaja (Valencia), 2012. |
Miembros de la Cofradía de san Antón en las gradas de la iglesia de Torrebaja (Valencia), tras el reparto del "pan del santo", 2012. |
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