Recuerdos –evocaciones y remembranzas- de un
cartero rural
en el Rincón de Ademuz.
“En invierno, cuando llegaba al
Val (de la Sabina)
todavía era de noche,
y tenía que ayudarme de un
mechero para ver las direcciones...
Entonces había (en la aldea)
quince o veinte vecinos”
-Del contenido textual-.
Palabras previas.
La entrada
actual constituye la versión digital de una entrevista realizada hace unos años
al señor Rufo Antón Hernández (Ademuz, 1926), cuyo texto original ya fue
publicado en soporte papel.[1]
El motivo de recuperar aquella conversación se justifica por dos motivos: el
primero, por el propio interés de la misma, ya que nos ilustra acerca de una realidad
desaparecida, como fue la forma de reparto del correo postal a las aldeas de
Ademuz; y el segundo, porque en la versión original el artículo contenía un
error en el nombre del protagonista, siendo pues esta la forma que tengo de
resarcirlo.
De esta forma
daremos a conocer el sistema habitual y mayoritario de comunicarse con el
exterior que tuvieron nuestros padres y abuelos, en estos pueblos y aldeas del
Rincón de Ademuz, hasta bien avanzados los años cincuenta y sesenta
de la pasada centuria. Pues el cartero rural fue el recurso humano más
específico de aquella forma concreta de notificarse; y las estafetas de correos
con su buzón, la tradicional carta escrita a mano y el telegrama ordinario, su
medio material.
Aunque
someramente, sirva este texto para aproximarse al conocimiento de aquella
actividad. Y como humilde homenaje a su sacrificado servicio, personalizado en
la figura del entrevistado, que durante más de veinte años ejerció como
“cartero rural de enlace a caballo” y como “cartero de clasificación y reparto”
en Ademuz: recorriendo diariamente las aldeas ademuceñas de Val de la Sabina, Mas del Olmo y
Sesga, y la villa de Puebla de San Miguel.
Precedentes históricos, material y método.
Antecedentes
históricos de los carteros rurales en la comarca pueden verse en la
bibliografía, según el texto de Pascual Madoz (1806-1870), quien escribe de Ademuz (1846):
- Villa con ayuntamiento de la provincia, administración de rentas, audiencia y capitanía general de Valencia (30 horas), partido judicial y administración de rentas de Chelva, diócesis de Segorve (23): SITUACIÓN entre los confines de Aragón, Castilla y Valencia, en el territorio llamado Rincón de Ademuz, sobre la pendiente de un cerro á la márgen derecha del río Turia; [...]. Dentro de su jurisdicción, y dependientes de ella, están las aldeas siguientes: Casas-Altas 1 hora S(ur), Casas-Bajas en la misma dirección á 1 (hora y) 1/2, la de Sesga á 3 horas E(ste), la de Mas del Olmo también al E(ste), y á igual distancia que la anterior, y la del Val (de la Sabina) á 5/4 (de hora) E(ste).[...]. Los CAMINOS son todos locales, de herradura y malos. Para el servicio de la CORRESPONDENCIA hay una estafeta del 15 por 100, en la cual se reciben los correos de la capital, los martes y jueves por la noche; [...].[2]
Para
aproximarnos al conocimiento práctico del asunto he utilizado el método
etnográfico denominado “elicitación de informantes”: dicho procedimiento consiste
en la entrevista a una persona conocedora del tema objeto de estudio, en este
caso el mencionado señor Rufo Antón Hernández, que ejerció como cartero rural
durante dos décadas, realizando su servicio diario entre Ademuz y las aldeas de
su jurisdicción, extensivo a Puebla de San Miguel durante algún tiempo.
La
conversación tuvo lugar en 2008 -cuando el entrevistado tenía 82 años-; y fue en
su domicilio, sito en el piso alto de una casa ubicada en la carretera de Vallanca,
estando conforme en que fuera grabada. A dicha reunión asistieron su esposa, la
señora María y su hija María de la
Luz, con quien había acordado el encuentro. A la hora
convenida arribé al domicilio del señor Rufo, que me esperaba en el comedor de
su casa, junto con su esposa. Tras los saludos y presentaciones expliqué al
matrimonio el objeto de mi visita, “recopilar información acerca de su vida y
actividad profesional como cartero rural en Ademuz”, con el propósito de
escribir sobre el tema. Ambos se ofrecieron a ayudarme en lo que pudieran,
proporcionándome la información que buscaba; la señora María y su hija
intervinieron en varias ocasiones, puntualizando nombres, fechas y otros
detalles de interés.
Recuerdos
de infancia, Guerra Civil (1936-39) y emigración.
El señor Rufo
es un hombre esencialmente bondadoso, sencillo y cordial, y no pone objeción a
que grabe la entrevista –le hago saber que son mis notas de trabajo-; pero no
quiere que en el artículo ponga su nombre completo, sólo las iniciales. Le
explico que ello no puede ser, pues lo que me interesa es documentar la
actividad con datos fehacientes, y nadie mejor que él –con su nombre y
apellidos-, que ha realizado este trabajo durante tantos años, para atestiguar sobre el
mismo con conocimiento de causa. Felizmente accede, aunque con reticencias. Sin
embargo, las evasivas iniciales van disipándose conforme progresa la charla y adquiere confianza:
- Mi nombre es Rufo Antón Hernández y nací en Ademuz el 27 de julio de 1926: ahora tengo ochenta y dos años cumplidos..., y tenía diez años cuando empezó la Guerra Civil (1936-39). Mi padre era Camilo Antón Blasco y mi madre Domina Hernández Luz, los dos de Ademuz: mire usted, mi padre y el de éste señor que llaman Ángel Antón Andrés, el catedrático que dirige la revista “Ababol”, eran primos hermanos..., y nosotros primos segundos. Y el padre del señor Ángel y el de don Manuel Antón Blasco, que fue médico titular de Ademuz durante muchos años, eran también primos..., porque los abuelos eran hermanos. Sí, de la familia de los Corbelleros, así les llamaban aquí...
Se nombra aquí a don Ángel
Antón Andrés (1926-2011), el que fuera fundador y director de la revista
“Ababol” y del Instituto Cultural y de Estudios del Rincón de Ademuz (ICERA),[3]
y a don Manuel Antón Blasco (1927-2000), que fue médico titular de Ademuz.[4]
Vista general de Ademuz (Valencia), desde el camino que sube al "Cerro de Horca" (2009). |
Tras
la reseña familiar, sigue diciendo:
- [No], Yo nunca fui a la escuela..., bueno, fui muy poco, de los seis a los diez. Pero apenas tengo recuerdos de entonces... Porque cuando llegó la guerra contaba yo diez añicos, y el tiempo que duró no hubo escuela, por eso no pude ir. Al terminar tenía ya 13 años y me mandaban al ganado... ¿Por dónde llevaba las ovejas? Pues por Los Planos, por El Pinar Llano, hasta casi Negrón. También por El Soto y Cerro Gordo -que dicen-, por La Moratilla: allí teníamos un pedazo de tierra y construimos una miaja de corral... Íbamos siempre dos o tres; como yo era pequeño, siempre me acompañaba algún hermano mayor, o iba con mi padre. Éramos cinco hermanos: Antonio, Ángel, Vicenta, Manuel y Rufo, que soy yo. Cuando fui mayorcito, con dieciséis o diecisiete años –recién terminada la guerra-, ya iba solo. Pero recuerdo que antes de la guerra, tendría yo sobre ocho o nueve añicos, estando con las ovejas en El Pinar, nos salía una “pantasma”; pero era uno que nos hacía miedo con un farol. Sí, movía el farol en la oscuridad, hacia un lado y otro, y parecía que corría: nosotros creíamos que era un alma del otro mundo, que nos pedía le hiciéremos misas... Pasábamos mucho miedo, porque éramos pequeños, y el mayor que nos acompañaba tampoco tenía mucho ánimo. La última noche se subió con nosotros mi padre, porque tenía que segar por allí y para ver qué era aquello. Total que nos acostamos allí, donde las ovejas; y al poco rato aparece la luz de la “pantasma”. Mi padre que la ve pregunta: ¿Quién va...? Pero no contestaba nadie y así varias veces. Hasta que coge un ruejo y lo lanza con fuerza contra la luz, dando en la puerta... La “pantasma” debió asustarse, porque se fue y ya no volvió más... Después supimos que era un tal Enrique, uno que (de mayor) estuvo en la Residencia de Ademuz y falleció hace unos años.
- Aquello fue en verano, y aquí en Ademuz no quedaban más que muchachos y viejos, casi todos se iban para la siega..., a la Tierra Baja en Aragón, para esa parte de Zaragoza que llaman Cinco Villas, por Herrera... Iban a ganar alguna perra para el invierno. Sí, de aquí salían cuadrillas de gente y pasaban fuera hasta cuarenta días. Iban en caballerías, otros en el tren. Sólo se llevaban las corbellas, las zoquetas, una manta, algo de ropa y comida para el viaje, y trabajaban a destajo; dormían allí, en el propio tajo o en los pajares. Claro, si necesitaban algo más lo comprarían allí. Recuerdo que mis dos hermanos mayores se fueron a la siega a finales de mayo del mismo año que empezó la guerra y vinieron el día de la Virgen de agosto, cuando ya había comenzado... A algunos que venían con ellos los pararon para pedirles los documentos o lo que fuera, pero a ellos no les dijeron nada.
- No, de la guerra tengo pocos recuerdos, porque ya le digo que era pequeño... Íbamos un día con los ganados, por ahí por Los Planos -donde el barranco de las Zorras-, y unos aviones dejaron caer tres bombas, cayeron cerca de donde estábamos..., apenas unos cientos de metros más allá, y las ovejas corrían espantadas por los trigos. Los aparatos venían río abajo y también tiraron bombas por las Casas de Guerrero. Nosotros los veíamos venir y relucían con el sol... Alguno dijo: ¡Son nuestros, son nuestros..! -pero no (debían serlo), porque soltaron las bombas-. Aún vivimos algunos de los que íbamos con el ganado aquel día, Miguel el Hazaña, Bienvenido el Cubo, Alfonso el del Molino y yo. Venía también el marido de la Blasa y Bienvenido el Botero, que ya fallecieron.
- Sí, entonces teníamos entre diez y trece años. Cada uno llevaba unas quince o veinte ovejas, pocas; muchos ganados se deshicieron (durante la guerra), porque hubo que vender animales, también matábamos para comer, porque te lo requisaban... El que te requisaban, si te lo pagaban era a precio bajo..., igualmente se llevaban los animales de labor, machos y burros, para cargar municiones, armas y alimentos que llevaban al frente. También recuerdo que pasaba la aviación y ametrallaban... Todavía cayeron bombas en La Hoya de los Molares, una no explotó: quedó clavada en tierra y se le veía la espoleta, y como tenían miedo de tocarla labraban alrededor.
- Después la llevaron donde La Dehesa, en un barranco frente a Torrebaja: entre Los Terreros y la bajada de La Palanca, en una hondonada que no hay pinos: la dejaron sin plantar para vereda, pues allí se quedó la bomba. Era como un cántaro... El que sabía bien dónde estaba era Pepe el Molinero de Torrebaja y su hermano Paco, que venían muchas veces con nosotros. Ellos tenían el molino de Abajo, y traían un par de cabras.... Eran menores, pero íbamos juntos, pues nosotros encerrábamos por allí, en unos corrales de la tía María Rosa, cuñada de la tía Avelina. La tía María Rosa tenía una hija, Maruja, que estaba casada con un tal Villanueva, veterinario, hermano de don Antonio, que fue boticario en Torrebaja después de la guerra...
En el último párrafo se cita a los hermanos Pepe y Paco de Torrebaja, refiriéndose a José (1929-2008) y Francisco Gracia Bertolín (1931-92), alias los Molineros, hijos de Lázaro y Andrea, que regentaban el molino de Abajo (Molino del Mayorazgo); a la tía María Rosa, esto es, a la señora María Rosa Zaragoza Luz (Ademuz, 1868), y a don Antonio Villanueva Garrido (+1959), farmacéutico, natural de Casas Bajas (Valencia). Asimismo, se alude a cierta bomba, procedente de los bombardeos nacionales en la
zona durante la Guerra Civil (1936-39), cuya carcasa todavía se conserva en
Torrebaja (Valencia).[5]
Calle y edificios en Ademuz (Valencia), detalle del urbanismo (2009). |
Terminada
la guerra, la vida diaria continuó de forma parecida a como había discurrido
hasta entonces, aunque ya nada sería igual:
- Después de la guerra, Paco y Pepe, los del molino, ya llevaban más ganado, casi veinte ovejas, pero seguían viniéndose con nosotros. Ellos encerraban en el molino de Abajo, que llamaban del tío Lázaro –se refiere al señor Lázaro Gracia López (1902-1964)-, que era su padre. Terminada la guerra, durante algún tiempo fui a la escuela con don Vicente Soriano Jiménez, un maestro de la Huerta del Marquesado (Cuenca), que había estado (preso) en la cárcel y estaba entonces aquí, desterrado... Un hermano de aquel maestro era catedrático de medicina, y fue director del Hospital de San Pablo en Barcelona. Los padres de estos señores tenían la posada de su pueblo... Con aquel maestro aprendí algo, poco; porque lo que aprendías durante invierno se te olvidaba al verano... Bueno, algo se me quedaría... Mis padres le pagaban 15 pesetas al mes para que me diera clase. Los muchachos íbamos a su casa por las noches –de las siete de la tarde a las diez de la noche-, y allí nos daba lección a los que estábamos. Yo fui durante dos o tres temporadas. La vivienda la tenía alquilada, pues estuvo residiendo en varias casas; en la de Dámaso, también en la carretera... Después, aquel hombre, en cuanto terminó el destierro, se marchó a su tierra: hace algunos años aún vivía..., pero yo ya no le he vuelto a ver.
Se menciona aquí a un acreditado médico –el doctor Máximo Soriano
Jiménez (1905-1978)-, nacido en la Huerta del Marquesado (Cuenca), en cuya casa natalicia –calle
de la Iglesia número 5- hay una placa conmemorativa, que dice: EN ESTA CASA
NACIÓ EL/ DR. [MÁXIMO] SORIANO JIMÉNEZ,/ CATEDRÁTICO QUE FUE DE/ LA FACULTAD DE
MEDICINA/ DE BARCELONA./ SUS HERMANOS. Existe una fundación Privada que lleva
su nombre, inscrita en el registro de Fundaciones de la Generalidad de
Cataluña, cuya finalidad es "La ayuda en el desarrollo de la investigación, docencia y
tratamiento en todo ámbito de las Enfermedades Infecciosas y SIDA, así como en
su prevención y educación sanitaria de la población".[6] El señor Rufo continúa diciendo:
- Mi padre murió después de la guerra, cuando tenía sesenta y un años. No recuerdo bien cuándo, hacia 1944-45; pero sí sé que fue el 8 de septiembre, día de la Virgen de Tejeda, mi hermano Manuel estaba entonces en la mili... Durante varios años, seis o siete, hasta después de casarme, estuve trabajando las tierras de los hijos de la tía María Rosa: lo que sembraba (maíz, remolacha, alfalfe...) lo tenía a medias, pero los frutales se los trabajaba a jornal; a veces cogía algún jornalero que me hacía falta. Trabajar “a medias” quiere decir que la mitad de la cosecha que sacaba era para el amo de las tierras. Y “a jornal” que por trabajar las tierras y cuidar los árboles (podar, regar, sulfatar...) recibía un salario, pero toda la cosecha era para dueño. Bueno, las manzanas del suelo me las quedaba, y cuando estaban picadas eran para los animales... Sí, la tía María Rosa y nosotros éramos familia, ella era prima hermana de mi madre, pero ellos eran ricos y nosotros pobres..., cosas de la vida.
El
señor Rufo y su esposa -la señora María- se casaron a mediados de los cincuenta -en 1955-,
y al año siguiente les nació una hija; después emigraron a Francia, donde
estuvieron casi una década:
- Sí, mi mujer y yo nos casamos aquí en Ademuz. Fue el 15 de enero de 1955 y a los catorce meses de casarnos, el 31 de marzo de 1956, nació Mari Luz, la hija que tenemos; y cuatro años después nos fuimos a Francia: primero me fui yo y estuve un año solo; después vinieron ellas. Allí estuvimos unos nueve años y pico. Mi madre murió de setenta y seis años, estando yo allá; cuando vine a recoger a mi mujer y a mi hija, mi madre hacía un mes que había fallecido...
- Yo me marché a Francia el año sesenta, porque aquí no se sacaba suficiente para vivir; entonces las manzanas se pagaban a siete pesetas el kilo. Cuando me marché, ganaba de jornal lo mismo que los que trabajaban en los pinos, entonces estaban repoblando el monte..., unas cuarenta pesetas diarias. Y en Francia ganaba dos francos nuevos, que al cambio eran unas 250 pesetas. La comida valía por un estilo, pero el vicio..., la bebida, el tabaco y eso estaban mucho más caros. Allí, una cerveza de tercio en el bar costaba 120 francos viejos, pero una de litro en la tienda te costaba 60 ó 70 céntimos: para que vea... ¡Valía la pena comprarla en la tienda y bebérsela en casa!
- En Francia trabajé seis o siete meses en las obras, pero en invierno hacía frío y llovía mucho; después tuve la ocasión de entrar en una fábrica de porcelana, y allí me metí. Luego cambié a otra empresa que hacía lo mismo –decorar cerámicas-, porque allí me pagaban más. Estábamos en una ciudad del centro del país, Vierson, a unos 200 kilómetros al sur de París. Vivíamos muy bien. No, yo no hablaba francés, pero mi hija sí; yo empezaba en francés y siempre terminaba en español..., pero me defendía. Mi mujer no trabajaba, estaba en casa cuidando a nuestra hija. Pero al final le salió faena en casa, en la terminación de prendas de vestir para niños, poniendo los botones y las etiquetas, esas cosas. Se trataba de abriguitos y otras piezas que traían de París, de la casa “Christian Dior”, seguramente la habrá oído usted nombrar. Una casa muy importante de allí...
En este párrafo se nombra Vierzón, ciudad francesa emplazada en el distrito de Cher, región Centro-Valle de Loira. Tiene importancia como nudo de comunicaciones, principalmente ferroviario, pues allí confluyen la línea París-Toulouse y la de Lyon-Nantes. Además por el municipio discurren tres autopistas: A71, A85 y A20.[7] Respecto a su regreso a España, dice:
- Regresamos de Francia el año 1971-72, el año del cólera... El revisor del tren nos dijo: Pero, ¿cómo vuelven, si allí hay cólera...? ¡Bueno, con coñac se mata! -eso decía-. Volvimos –dice la señora de Rufo- porque mis padres ya estaban mayores, y también por unos tíos que no tenían familia. Además, Mari Luz ya se estaba haciendo mayorcica y si nos quedábamos más tiempo empezaría a tener amistades...; sí, ella también quería volver. Cuando nos volvimos yo tenía sobre 45 años y mi hija unos 15 años; ella ya se vino con el certificado escolar que sacó allá...
Regreso de Francia y nuevo
comienzo en España.
A comienzos de los años setenta
la familia del señor Rufo regresa de Francia: de una parte, por cuestiones
familiares, debido a la ancianidad de los padres de su esposa y unos tíos sin
hijos que tenían; pero también por su hija, para evitar se enraizara demasiado
en Francia y luego no quisiera volver, como les pasó a tantos hijos de
emigrantes. El cambio de ambiente no debió ser fácil, pues la sociedad francesa
en la que habían vivido durante los últimos años era muy distinta de la que
encontraron en Ademuz. Sin embargo, la familia no tuvo problemas para
reintegrarse a la vida social y laboral de su localidad, donde era conocida y
apreciada. Pero el señor Rufo nunca pensó que acabaría siendo “cartero rural”
en Ademuz:
- No, yo nunca pensé en ser cartero... La cosa fue que el señor Mariano, el cartero que atendía entonces las aldeas, era muy amigo de mi cuñado, el carnicero; y a su través me ofreció la posibilidad de solicitar el puesto. El señor Mariano me dijo lo que él hacía y me preguntó si lo quería hacer yo. Le dije que bueno..., así que hicimos los papeles, solicitando el puesto, y cuando él se jubiló me lo concedieron... Sí, mi cuñado era carnicero, y subía también por las aldeas, a comprar animales para la carnicería.
Ciertamente,
los carniceros de la Villa solían ir a las aldeas a comprar animales, los
sacrificaban y despiezaban en la misma localidad donde los compraban, para
bajarse la carne a Ademuz, donde la vendían en sus tiendas.[8]
Detalle de la entrada, puerta apaisada y silla de enea en Val de la Sabina-Ademuz (Valencia), 2009. |
Pregunto al señor Rufo por su trabajo, en qué consistía, cuál era el
día a día de un cartero entonces:
- ¿En qué consistía mi trabajo...? Mire usted, cuando llegaba de las aldeas, sobre las tres y media o cuatro de la tarde, iba directamente a Correos, que entonces estaba donde la carnicería de Paulino, en el portal de San Vicente, frente a la iglesia. Luego lo pasaron a la plaza del Ayuntamiento, donde está ahora. Allí depositaba las cartas que había recogido en las aldeas y me entregaban las que debía repartir al día siguiente. Y me iba a casa, para comer y descansar... A la mañana siguiente, sobre las seis y media, salía de Ademuz hacia el Val de la Sabina, que está a 4 kilómetros, entre media hora y tres cuartos de hora andando: cruzaba el puente del Sotillo –sobre el Turia- y me encaminaba rambla arriba. Iba vestido con mi ropa, aunque nos daban uniforme de cartero, pantalón, camisa, tabardo e impermeable..., pero yo llevaba casi siempre la mía. No, no llevaba gorra, ni sombrero..., no me ha gustado llevar nada a la cabeza.
- Las cartas y demás cosas, certificados, giros, reembolsos y eso lo llevaba en una cartera tipo morral. Había veces que llevaba hasta cien mil pesetas; entonces había muchos giros, porque las pensiones de los viejos se pagaban en metálico. Una vez, estando en la Puebla, le llevaba a una mujer un giro de cincuenta mil pesetas. Al verme en la plaza me dice: Rufo, ¿llevas eso...? ¡Dámelo pues! -yo le dije que no, que tenía que ser en su casa-. Claro, (porque) tenían que firmarme el recibí y todo el trámite; además, yo procuraba que nadie viera lo que llevaba... Sí, había que ser muy cuidadoso, porque tenía mucha responsabilidad con la correspondencia, que era una cosa muy seria.
- No, yo nunca he tenido miedo de ir por el monte. [Y cuando iba de camino] Tampoco cantaba ni silbaba, pero fumaba mucho. Recuerdo a don Paco, un practicante de Ademuz, que durante la guerra había estado en el Hospital de Sangre de Torrebaja. Don Paco sabía como un médico en cuestión de heridas, y un día me dijo: ¿Tú, fumas? ¡Pues no fumes, porque al ir cuesta arriba aspiras más hondo y el humo te llega más adentro, y es peor...! Yo fumaba “Celtas” cortos, sin filtro; al pasar por el bar me compraba un paquete y cuando volvía ya lo llevaba a escape... No, estrés no tenía, era por el vicio..., que lo tenía muy agarrado. Quise dejarlo muchas veces, y me aconsejaban que tomara caramelos. Pero nada, me encontraba con el forestal u otro por el camino y me ofrecían un cigarro, y como yo no sabía decir que no, pues lo cogía otra vez. Hasta que dije: ¡No, que quiero dejarlo, no fumo más...!. Y lo dejé, llevo más de treinta años sin fumar. Pero tengo más de treinta puros en una caja, de los que me daban las mujeres por los bautizos y las bodas, ahí los tengo, que ya deben haberse estropeado. Pero ya no he vuelto a fumar nunca más...
Se alude
aquí a don Paco, el practicante… –se refiere a
don Casimiro Zaragozá Santamaría (alias) don Paco, que durante la Guerra
Civil (1936-39) estuvo trabajando en el “Hospital de
Sangre” de Torrebaja (Valencia)-.[9]
[1] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo (2009). Rufo
Antón Hernández, la persistencia de la memoria, en Del paisaje, alma
del Rincón de Ademuz, Valencia, vol. III, pp. 247-254.
[2] MADOZ, Pascual. Diccionario
Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus Posesiones de Ultramar,
Madrid, 1845, tomo I, pp. 82-83. SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo (2009). Ademuz en la
primera mitad del Ochocientos: P. Madoz (1845), en Del Paisaje, alma
del Rincón de Ademuz, Valencia, vol. III, pp. 291-303.
[3] SÁNCHEZ GARZÓN, Alfredo. A don Ángel Antón Andrés, in memoriam, en el sitio web Desde el Rincón de Ademuz, del lunes 17 de octubre de 2011.
[5] SÁNCHEZ GARZÓN,
Alfredo (2007). Referencias iconográficas a la Guerra Civil (1936-39) en el Rincón de Ademuz y
simbología franquista en la zona, en Del paisaje, alma del Rincón de
Ademuz, Valencia, vol. I, pp. 183-195.
[6] Fundación para la ayuda en el conocimiento e investigación de las Enfermedades Infecciosas y SIDA, en el sitio web Fundación Privada Máximo Soriano Jiménez. SORIANO JIMÉNEZ, Manuel (1940). Síntesis Médica Mundial. Resumen de los principales estudios realizados durante los últimos cuatro años, especialmente en relación con la terapéutica clínica, Wassermann-Barcelona.
[7] Cf. Wikipedia, voz Vierzon.
[8] SÁNCHEZ GARZÓN,
A., Carniceros ambulantes de Ademuz: notas, anécdotas y sinsabores de
aquellos trabajos, en remembranza de aquella actividad, en revista Ababol 44 (2005), pp. 7-12. ID (2007). Carniceros ambulantes de Ademuz, en Del paisaje, alma del Rincón de Ademuz,
Valencia, vol. I, pp. 211-213.
[9] SÁNCHEZ GARZÓN,
Alfredo (2009). El Hospital de Sangre de
Torrebaja durante la Guerra
Civil (1936-39), en Del paisaje, alma del Rincón de Ademuz,
Valencia, vol. III, pp. 85-94.
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