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lunes, 9 de febrero de 2015

ANECDOTARIO RINCONADEMUCENSE (VIII).



Relatos cortos –entre la anécdota y la autobiografía- referidos al Rincón de Ademuz.





Viene de:


El cuchillo de despizcar con mango de madera.
En la casa de mis padres había un cuchillo de cocina de buen tamaño, con la hoja de hierro muy desgastada en el centro y el mango de madera oscura... Desechado en la cocina servía para espizcar las verduras y frutas que servían como pienso de los animales del corral, singularmente alfalfa, hojas de remolacha, manzanas. Para todos los de casa el cuchillo era un objeto muy conocido, familiar. Siempre estaba en la parte de la casa donde más se le utilizaba, en la planta baja; allí mi madre preparaba la comida de los animales del corral. En la mayoría de las casas del pueblo a estos animales los atendía la mujer, mientras que los de la cuadra, machos o burros de labor, eran cosa del hombre. Aquel cuchillo todos le conocíamos como “el cuchillo de espizcar”, pues ya digo que esta era su función, trocear.


Un día, sin saber cómo el cuchillo desapareció, mis padres pensaron que se habría caído en el corral y oculto entre la paja se había perdido en el estiércol. Porque a veces mi madre lo llevaba al corral, que estaba frente a la vivienda, al otro lado de la calle. El corral disponía de un gorrinera para los cerdos, una parte descubierta en el centro y otra cubierta que aprovechaba como leñera en la parte posterior: allí se colocaban las gallinas para dormir. Sobre esta parte había un altillo a modo de cambrilla. La desaparición del cuchillo supuso una pérdida, todos lo echamos de menos, pues aunque era viejo cumplía su función; pero finalmente lo olvidamos. Pasó mucho tiempo, semanas, meses, años quizá, cuando una mañana, al salir de casa hacia el corral, mi madre encontró el cuchillo en el escalón de la puerta, la hoja reluciente como nunca lo había estado, el mango limpio... Lo lógico era que se alegrara por la aparición del cuchillo, ya que ella era quien más lo utilizaba y se lo tenía en singular estima. Pero más que alegrarse, que también, se asustó, porque esa misma noche o días antes había soñado con “el cuchillo de espizcar”, que lo encontraba... Cogió el cuchillo y sin llegar a salir de casa subió corriendo a la cocina, donde estaba mi padre, enseñándole el cuchillo, a la vez que trataba de contarle, excitada, el sueño que había tenido. Descartada la posibilidad de un origen paranormal, cabría preguntarse, ¿quién o quiénes pusieron allí el cuchillo? No es posible que fuera mi padre, él no era dado a ese tipo de chanzas; y de haber sido, finalmente lo hubiera confesado. ¿Algún vecino que lo encontró o lo "robó" y arrepentido lo devolvió? Tampoco parece probable, ya que el cuchillo no merecía la pena ser robado.  Fue un suceso extraño, enigmático y misterioso que nadie de la familia logró explicar...



Vista de la calle Rosario en Torrebaja (Valencia), con detalle de la Casa Abadía a la izquierda (2013).

A Emilio, el criado de mi abuelo Román y de mi padre.
Hasta bien mayorcito no supe que Emilio, el criado de mi abuelo Román, no era de la familia, pues él vivía entre nosotros y comía en la mesa familiar... Emilio era un hombre de edad indeterminada, enjuto de carne, más alto que bajo, fumaba cigarrillos de picadura liados y portaba boina, una ajada boina negra con pitorro que mi madre le hacía quitar en la mesa. Para los domingos usaba una nueva que tenía, junto con un traje de pana también negro. Bajo la chaqueta llevaba una camisa blanca abotonada hasta el cuello, y sin corbata. Tenía su habitación en un cuarto de la planta baja de la casa de la Plaza, donde vivían mis abuelos paternos. La habitación, por llamarla de alguna manera, pues era un cuartucho oscuro y sin ventilación, daba a la misma cuadra donde estaban los animales de labor. Allí tenía una silla, algunas perchas para colgar ropa y un camastro con patas a modo de cama turca; la ropa de cama y de vestir se la lavaba mi madre. Esta era su vivienda, allí dormía y no quería salir de allí... Pero a la hora de comer acudía a nuestra casa de la calle del Rosario, donde vivía mi familia, pues ya digo que comía con nosotros, como una más. No era un hombre hablador, aunque tampoco dejaba de opinar sobre lo que se terciaba. A veces discutía con mi padre acerca de lo que convenía hacer en cada momento en el campo, labrar, sembrar, regar, escavar... Lo que más le gustaba era el cine, no se perdía una sesión de las que hacían, y a las películas las llamaba “cintas”. Claro, entonces había un cine en el pueblo, “Cine Resman” le decían; Torrebaja censaba entonces unos 823 habitantes de media -me refiero entre los años cincuenta y sesenta-. Pero no, Emilio no era muy hablador. Comía con mesura, sin prisas y como cuchillo utilizaba una navaja que siempre llevaba consigo. Para referirse a mi padre utilizaba la tercera persona, llamándole “el amo”, y cuando se refería a mi madre la nombraba como “el ama”. No era persona especialmente afectuosa, pero creo que a mi hermano y a mí nos quería, si no como hijos, sí como sobrinos; al menos eso creo.


Para entender la relación que unía a Emilio con nuestra familia y el nombrarle como “criado” habría que remontarse en el tiempo. Según contaba mi padre, Emilio apareció por Torrebaja poco después de la guerra civil, creo recordar que procedía de un pueblo llamado Valparaíso, no sé si del de Arriba o del de Abajo, pero de esa zona de Cuenca. Al parecer tenía un hermano; pero no se hablaban. Nada supe nunca de sus padres, pues a él no le gustaba hablar de su familia, ni de su tierra, ni de nada vinculado con su pasado –eso decía mi padre, aunque creo que sabía muchas más cosas de las que indicaba saber-. Tácitamente, mi padre respetaba su silencio, su deseo de anonimato. Decía que Emilio apareció por el pueblo después de la guerra, buscando trabajo, y mi abuelo lo cogió como “criado”. La palabra “criado” parece una voz de otro tiempo, pero antes y después de la guerra era una expresión normal, designando a una persona que trabajaba para otra a cambio de techo, comida y una paga semanal. Mi abuelo lo tomó a su servicio porque lo necesitaba, tenía cinco hijos, dos varones y tres mujeres, muchas tierras y animales de corral y labor;  pues a más de la agricultura se dedicaba al trato, era tratante. El primer varón falleció siendo joven, sólo le quedó mi padre para llevar la hacienda, ya que en casa del abuelo a las mujeres no se les permitía hacer trabajos en el campo.


Pero el abuelo murió poco después de la guerra, en el año 42, y años después, en el 56, la abuela Vicenta, que procedía de Castielfabib. La hija mayor cayó enferma y las demás se casaron, también mi padre. La heredad del abuelo tuvo que partirse, y lo que había sido una buena hacienda se quedó en nada. Ya tras la muerte del abuelo mi padre habló con Emilio, exponiéndole la situación: Tienes que buscar otro amo, Emilio, otro lugar donde estar porque aquí ya ves que no hay trabajo para los dos... –eso le dijo mi padre-. Pero Emilio le pidió que tuviera paciencia, que lo dejara estar unos meses más, pues se estaba apañando con una viuda del lugar y pensaba formar su propia familia. Llevaría las tierras de la viuda y con el pegujal que le había dado el abuelo, y los jornales que le salieran, pensaba apañarse. Pasó el tiempo y los meses se convirtieron en años, sin que Emilio acabara de arreglarse con la viuda. Mi padre se daba cuenta que desaparecían de casa cajones de manzanas, de patatas, alguna garrafa de vino..., sabía que se los llevaba Emilio para la viuda, pero callaba. Finalmente, el apaño con la viuda se deshizo. Emilio perdió la esperanza de formar una familia, y mi padre ya no tuvo valor para echarlo.


Al parecer, la mejor diversión de algunos hombres en los años cincuenta era beber... Los domingos por la tarde se juntaban los amigos y se hacían un lugar en la barra del tío Ceferino Gómez, que tenía una tienda de vinos y licores en la carretera, o se colocaban en el reservado, o se iban a alguna bodega de Las Eras, a beber vino, a hablar y juerguearse, así pasaban la tarde. Emilio tenía su cuadrilla, y pocos domingos había que no acabara bebido. A trompicones encontraba la casa de la Plaza y se echaba en su camastro. Otros se iban a su casa, también bebidos. Emilio no se metía con nadie, era un bebedor introvertido, silencioso, ¡dicen que son los perores!; pero mis padres sufrían al verlo en ese estado. Los lunes mi padre de abroncaba, aunque sin mucho genio; sabía que la cosa no tenía remedio.


De beber y fumar, o por lo que fuera un día Emilio enfermó y estuvo una temporada sin bajar a comer, porque entonces se le puso cama en una habitación de la parte alta de la casa; cuando se recuperó ya no volvió a comer en la mesa familiar. Comía en casa, sí, pero un una habitación de la planta baja donde había una cocina con fuego bajo, la que se utilizaba para los matacerdos y el frito. Comía lo que todos, pero abajo, en la cocina del piso bajo... Muchas veces me bajaba yo a la cocina y me estaba con él mientras comía. También mi hermano lo acompañaba en ocasiones. Mi madre se enfadaba con nosotros, de ninguna manera quería que estuviéramos con él. Cuando le preguntaba el por qué Emilio ya no comía con nosotros, por qué no nos dejaba estar con él, me respondía con un argumento rotundo: ¡Porque es mejor así! Yo me recelé que era porque algunos domingos Emilio se emborrachaba, y eso enfadaba a mi madre; y no dejarle comer en la mesa con nosotros era el castigo que mi madre le imponía. Pero esa no era la razón, eso lo supe años después... A todo esto pasó el tiempo y mis padres me enviaron a estudiar el bachiller a Barcelona, con unos tíos sin hijos. Cuando volví al pueblo por las vacaciones Emilio ya no estaba en el pueblo, había enfermado de nuevo y por intermedio de don Gabriel, que era el párroco, lo habían internado en el asilo de Teruel, bajo el Viaducto viejo, con las monjas de los ancianitos desamparados. No recuerdo muy bien cómo fue, pero en otro viaje mis padres me anunciaron que Emilio había muerto. Según dijeron, de tuberculosis, pues no era viejo. ¡Entonces comprendí la causa de que Emilio comiera solo en la cocina de abajo, de que mi madre no nos dejara a mi hermano y a mí estar con él! La posibilidad de que nos contagiáramos la aterraba.


Muchas veces he recordado a Emilio desde entonces, y siempre me he reprochado saber tan poco de su vida, de sus orígenes, de su persona..., por no saber no sé ni sus apellidos. Tampoco poseo ninguna fotografía suya, ni sé dónde está enterrado; seguramente en una fosa común del cementerio de Teruel. Mis padres fallecieron también hace ya muchos años, por eso no puedo preguntarles. Pero es probable que ellos tampoco supieran mucho más... Este es mi homenaje a Emilio, el criado de mi abuelo Román y de mi padre.


Vista general de Torrebaja (Valencia), desde el camino de Los Molares a Mas del Olmo (Ademuz), 2013.


De la vocación y la profesión.
Cuando llegó el momento de que mis hijos eligieran carrera o profesión, me produjo una gran inquietud su indecisión, pues yo supe desde la infancia lo que quería ser; mejor dicho, lo que quería hacer de mayor. Porque no hay que confundir lo que uno es con la profesión o el oficio que practica, ya que aquella o este no es más que un aspecto de la persona...

El médico siquiatra suizo Carl Gustav Jung (1865-1961), fundador de la Psicología Analítica, en su ya clásico trabajo La importancia del padre para el destino de cada cual (1931), señala la trascendencia del progenitor en el futuro de sus hijos. No se trata de que el hijo o los hijos pretendan ser lo que el padre, o lo contrario, sino de ver el ascendiente que tiene sobre su prole: “En el problema de la vocación no es sólo decisiva y radicalmente determinante la impronta materna, sino también y el superlativo grado la modalidad de la relación que se establece con la figura paterna”. [1] En mi caso puede haber, ciertamente, una sutil influencia; al menos eso me parece, aunque en estas cuestiones resulta arriesgada cualquier aseveración, ya que los estudiosos del tema no se ponen enteramente de acuerdo acerca de “cuáles son los componentes heredados y cuáles los componentes adquiridos en la conducta humana”; en cualquier caso, parece que hay alguna relación entre la vocación y el subconsciente[2] -me refiero a lo inconsciente o débilmente consciente-.


Al comienzo de la II República, siendo mi padre como de veintitantos años, vino a Torrebaja un grupo de variedades, para actuar en el teatro de Tomás Gómez, donde también se proyectaban películas, se hacían mítines, bailes o otras actividades políticas y sociales. Sucedió, sin embargo, que una de las vedettes se puso mala y la sesión se vio comprometida. La compañía se hospedaba en la fonda de las Lucías, junto al teatro y no se les ocurrió otra cosa a los mozos que hacer pasar a mi padre por médico, para que fuera a visitarla. Hay que decir que mi padre era un mozo alto y bien plantado, amante de la juerga, aunque sin llegar al desenfreno. Al menos eso es lo que me han contado, aunque él nunca me habló de este episodio... Los hijos tienden a idealizar a los padres, pero éstos distan de ser perfectos; en cualquier caso, mejor no saberlo todo de ellos.  Decía que mi padre se presentó en la fonda, serio, con su traje y un maletín, como el médico que va a visitar a un paciente. Entró en la habitación de la artista, una chica joven y guapa, y empezó a preguntarle acerca de lo que le pasaba, le miró la garganta, luego le hizo levantar la ropa para palparle el vientre, y demás cosas que hacen los médicos en estos casos... La dolencia de la chica no debía ser grave, porque se le pasó con los masajes que mi padre le hizo y un tisana que le mandó. Después se supo lo del falso médico, pero la chica no se lo tomó a mal; todo fueron risas y bromas, aunque bien podía haber traído consecuencias.


Muchos años después, ya casado mi padre, un invierno se compró un abrigo en los almacenes Sepu de Barcelona; una prenda realmente bonita, de tela gruesa muy agradable al tacto, color verdoso oscuro. El caso es que le quedaba pintiparado, muy bien, pues tenía buen corte y la pecha era también buena. Cuando mi madre se lo vio puesto quedó encanta: Te queda estupendo, pareces un médico... –le dijo-. De esta forma, el abrigo de marras lo conocíamos en casa como “el abrigo de médico”. Aquello pasó, pero yo siempre percibí en mi padre una gran admiración por la medicina, por los médicos. Mas yo era un niño entonces y mi vocación estaba todavía por despertar.


Durante mi estancia en la ciudad condal como estudiante de bachiller lo que si se despertó en mi fue la pasión por la lectura. Vivía yo con mis tíos –Juan y Amelia, ella hermana de mi madre-, en la calle Córcega, esquina con Cerdeña. En un lado de la entrada de la finca había una joyería y en otro un zapatero remendón, y desde el balcón de la casa se veía el patio de tierra del colegio donde estudiaba -el “Patronato de la Sagrada Familia y San Ignacio de Loyola”-, un centro patrocinado por los jesuitas para hijos de trabajadores. Los hermanos Antonio y Serviliano Jara fueron algunos de mis profesores; creo eran castellanos, de León. Desde el mismo balcón se veían también las torres de la Sagrada Familia, tan cerca que casi se podían tocar... Los domingos por la mañana iba a misa a la iglesia de San Antonio María Claret, un templo de mucho fuste; me mandaba mi tío, aunque él no era de misa. Sin ser anticlerical, pensaba en republicano... Por las tardes iba al cine: al “Delicias”, en la Travesera de Gracia, al "Máximo", en la calle Sicilia, al "Texas", en Bailén, al "Nápoles" -salas de barrio de doble sesión, en las proximidades de la zona donde yo vivía-. 

Los domingos por la tarde, cuando no iba al cine me subía a ver a mis tías, Clotilde y Celestina: la primera vivía en la calle Verdi y la otra en San José de la Montaña, cerca del parque Güell. Celestina estaba casada con Manuel, que procedía de Castielfabib; tenían una hija soltera mayor que yo, que trabajaba en el banco de sangre del Hospital del Valle Hebrón como enfermera. Tanto mi tía como mi prima me hacían mucho caso, por eso me gustaba ir a verlas; y también porque mi prima tenía muchos libros, era socia del Círculo de Lectores y cada tres meses le traían otros nuevos. Cuando ya fui mayorcito me pasaba en su casa el fin de semana, fue en esa época cuando me aficioné a la lectura, me leí todos los libros de mi prima. De una parte porque me gustaba el mundo de los libros, la fantasía en la que me introducían y de otra porque no podía hacer otra cosa, ya que al principio no me dejaban ir solo por la ciudad y hacer amigos no era fácil. Como mucho me llevaban a los columpios del paseo de San Juan, o al parque Güel, pero poco rato. Con el tiempo ya me dejaban ir solo a la plaza de la Sagrada Familia, donde había pistas de patinaje, actividad a la que me aficioné; quizá porque no hacían falta otros niños para jugar. 

Los años de mi segunda infancia y primera adolescencia fueron para mí de soledad y mis mejores amigos los libros. Aunque también escuchaba las radionovelas de Gautier Casaseca que seguía mi tía, incluso el consultorio sentimental de la "Señora Francis", que tenía una peculiar sintonía. Era la época de "Matilde, Perico y Periquín", un serial costumbrista que siempre me hacía reír... Finalmente mi prima me hizo socio del Círculo de Lectores, y comencé a tener mi propia biblioteca. Intuitivamente, descubrí por mí mismo el sabio consejo del escritor ingles, William Somerset Maughan (1874-1965): Adquirir el hábito de la lectura es construirse un refugio contra casi todas las miserias de la vida... -la soledad incluida-.

Portad del libro La familia de Pascual Duarte, obra de Camilo José Cela, Editada por Círculo de Lectores, S.A., Barcelona, 1972.


En aquella época, entre la segunda mitad de los años sesenta y primeros setenta, hice muchas lecturas. Recuerdo con especial cariño Amor. Diario de Daniel, de Michel Quoist, Viento del este, viento del oeste, de Pearl S. Buck, El fulgor y la sangre, de Ignacio Aldecoa, La familia de Pascual Duarte, de Camino José Cela, Nada, de Carmen Laforet, El mono desnudo, de Desmond Morris, y la serie sobre la guerra civil Un millón de muertos, Los cipreses creen en Dios y Ha estallado la paz, de José Mª Gironella. Estos últimos constituyeron mis primeras lecturas sobre la incivil contienda española, un tema histórico por el que desde entonces he sentido apasionamiento. La lista sería interminable, pero hay dos títulos que no puedo dejar de reseñar, porque de alguna forma creo marcaron mi vocación: Sinuhé el egipcio, de Mika Waltari y Cuerpos y Almas, de Maxence van der Meersch. Las dos últimas novelas son de los años cuarenta, aunque yo las leí en los primeros setenta.


La del finlandés es una novela histórica, trata de un niño que fue encontrado flotando en el Nilo por los padres que la adoptaron, y que llegó a ser médico de Akenatón, el faraón monoteísta de la XVIII dinastía, cuya peripecia vital le lleva a visitar algunas de las grades ciudades de la antigüedad, Babilonia, el país de los hititas, la Creta minoica, donde vive la aventura del Minotauro... Describe la sociedad del antiguo Egipto, el oscuro mundo de los embalsamadores -desprendían un hedor tan repugnante que ni las prostitutas querían ir con ellos-, su enamoramiento y pasión por una cortesana que le empuja a vender sus utensilios de cirugía, incluso la tumba de sus padres... Tanto me gustó aquel libro que nada más terminar de leerlo lo comencé de nuevo. Esto me ha pasado con otros libros ya en la edad adulta, por ejemplo con Memorias de Adriano, de Marguerite de Yourcenar, en la traducción de Julio Cortazar, y con Viaje por Italia, de Adolfo de Azcárraga. Además de orientar mi vocación, el libro del médico egipcio marcó mi gusto por la literatura histórica. Uno de los títulos que recientemente he releído es El puente de Alcántara, de Frank Baer, que precisamente trata también de un médico judío en la Sevilla musulmana del siglo XI.  La del francés es una novela social, en la que se ponen en evidencia las manipulaciones de la medicina oficial frente a la realidad de los pacientes que padecen por causa de esos manejos, de su sufrimiento y desamparo. Su lectura me conmovió, hasta el punto de hacerme ver cuál debía ser mi camino profesional.

Portada del libro Cuerpos y almas, obra de Maxence van der Meersch, Editada por Círculo de Lectores, S.A., Barcelona, 1969.

De la ciudad condal a la capital del Turia.
En un momento determinado, corría el año 1970, mis padres se dieron cuenta que mi estancia en Barcelona, en casa de mis tíos, ya no me aprovechaba, que incluso podía ser perjudicial para mi futuro, razón por la que decidieron mi traslado a Valencia, para continuar allí los estudios. De esta forma estaría más cerca de casa y podrían controlarme mejor... Fue una suerte para mí que tomaran esta decisión, de lo contrario no hubiera terminado ni el bachiller. Ellos se encargaron de todo, de encontrarme un piso en el que vivir con otros chicos del pueblo y de matricularme en la Facultad de Medicina para estudiar Enfermería, lo que entonces se denominaba Ayudante Técnico Sanitario (ATS) y después Diplomado Universitario en Enfermería (DUE). Hice el examen de ingreso en la Escuela de Enfermería y resulté apto. Pero yo no quería ser practicante, ni enfermero, quería ser médico. Mi padre fue claro y tajante al respecto: Alfredo, no te podemos pagar los estudios de medicina, primero te harás enfermero y si después quieres ser médico, eso ya será cosa tuya... Para comenzar los estudios de Enfermería entonces bastaba con el bachiller elemental, pero para Medicina había que tener el bachiller superior y el curso de orientación universitaria (COU).


Comencé los estudios de Enfermería en el curso 1970-71, con la idea de matricularme también en el Instituto Nacional de Enseñanza Media "Luis Vives" como alumno oficial nocturno; mi empeño en ser médico seguía vigente. Pero cuando fui a matricularme el bedel me dijo que era imposible, el plazo de inscripción había concluido el mes anterior. Tuve un disgusto morrocotudo, ya que si quería estudiar medicina tenía que terminar primero el bachiller superior. Llamé a mis padres y les conté lo que sucedía, me contestaron que no me preocupara, que tal vez podría arreglase, como finalmente sucedió. Reflexionando en la distancia, hoy no puedo por menos que recordar con ternura a mis padres por su amor incondicional, por su ayuda continuada y por todo lo que hicieron por mí, además de criarme y educarme. Mis padres tenían cierta amistad con don Carmelo Ciganda Nevado, cura párroco de Ademuz y promotor del Instituto "Virgen de la Huerta", junto con el ayuntamiento de esta localidad. Su relación con el párroco venía de atrás, pues cuando se fundó el instituto hubo un fuerte rechazo de la gente de Torrebaja, cuyo Ayuntamiento quería que se ubicara en su término. Durante el primer curso en el nuevo instituto el único alumno que iba de Torrebaja era mi hermano pequeño. Venía un autobús de Ademuz a buscarle, el del Chato... Mis padres lo tenían claro, querían que sus hijos estudiaran por encima de todo. Así fue como comenzó la relación de mis padres con don Carmelo, y esta fue la razón de que le contaran al cura lo que me había sucedido en el instituto "Luis Vives" de Valencia. Don Carmelo cogió pluma y papel y escribió una carta, la metió en un sobre, lo cerró y se lo entregó a mi padre, diciendo: Dale esta carta al muchacho y que se la entregue en mano al director del instituto, que es amigo mío; pero que se la entregue en mano... 

No recuerdo como me hicieron llegar la carta mis padres, pero la misma mañana de recibirla me fui al instituto y pregunté por el director, alegando que tenía una carta para él. Hasta la puerta del despacho del director me acompañó el mismo bedel que me había dicho que la matrícula estaba cerrada. Entré, saludé al director y le entregué la carta de don Carmelo. No sé lo que diría la carta, porque ya digo que el sobre estaba cerrado. Nada más leerla, sin embargo, el director llamó al bedel, diciendo: Acompaña al chico a las oficinas y que le matriculen como alumno nocturno... El hombre me acompañó y en menos de una hora estaba matriculado como alumno oficial nocturno, de matemáticas y química de 5º curso que me quedaban y de sexto de bachiller completo. No cabe duda que la Providencia actuó en mi favor aquel día, como lo sigue haciendo en la actualidad. Mucho tiempo después supe que don Carmelo y el director del instituto eran del Opus Dei... Sin duda, ¡hay que tener amigos hasta en el infierno! Tampoco me cabe la menor duda que mis padres agradecerían cumplidamente la intercesión del cura en aquella gestión, ¡favor con favor se paga!


Detalle del recibo de matrícula en el Instituto Nacional de Enseñanza Media "Luis Vives" de Valencia como alumno nocturno de Sexto curso de Bachiller y dos asignaturas pendientes de 5º curso (Valencia, 1970).


Ese año y los siguientes fueron decisivos para mi formación, y muy provechosos; el mismo curso 1970-71 estudié y aprobé 1º de Enfermería, las matemáticas y la química de 5º, y 6º curso de bachiller completo. El curso siguiente, 1971-72 estudié y aprobé 2º de Enfermería y COU. Y el siguiente, curso 1972-73, estudié y aprobé 3º de Enfermería y Selectivo de Medicina. El 15 de julio de 1973 comencé a trabajar como enfermero en la Ciudad Sanitaria “La Fe” de Valencia, en el Pabellón Central, 7ª planta, 1ª sección, que era de Urología.  Tiempo después me trasladaron a la 6ª planta, 1ª sección, que era de Neumología: allí estuve durante seis años, mientras estudiaba Medicina... Me licencié como médico en 1983: por el contrario de los primeros, los últimos años se me hicieron muy duros. Además, agotadas las prórrogas tuve que hacer el Servicio Militar Obligatorio, me tocó Marina y me destinaron a la Enfermería de Capitanía General de Cartagena, allí estuve durante 18 meses. Mi primera colegiación fue en el Colegio de Médicos de Ávila; cuando le enseñé el carné a mi padre, lo cogió y lo besó. Desde una óptica sicoanalítica alguien podrá pensar que este era mi postrer homenaje a la persona de mi padre, y tal vez lo era. Por entonces él ya estaba enfermo de muerte, y a los pocos meses falleció.


El autor, primero por la izquierda, con unos compañeros en la Sala de disección, Anatomía I, Mesa 6, Facultad de Medicina de Valencia, Curso 1973-74.


Palabras finales.
La evocación de tantos y tan lejanos recuerdos me ha supuesto un considerable esfuerzo de memoria, pues las remembranzas, cuando son verdaderas y sinceras, suelen ir acompañadas de sentimiento y emoción. Conviene, no obstante, recordar y reflexionar sobre lo vivido, ya que no basta con vivir. Dicho de otra manera, para hacer más intenso y provechoso lo vivido hay que evocarlo, rumiarlo y digerirlo, con el propósito de rectificar los errores, y mejorar. Dicen que Sócrates (470-399 a.C) lo hacía todos las noches antes de dormirse.

En la vida hay que luchar y esforzarse por conseguir lo que queremos -diría la conseja-; aunque muchas veces no basta con el esfuerzo, hace falta, además, tener suerte. A la suerte, factor impredecible que no controlamos ni depende de nosotros, yo la llamo Providencia. Creo, quiero creer en que hay algo o alguien que vela por cada uno de nosotros, por cada persona, nominal, individualmente. Algo o alguien que finalmente nos lleva al lugar que más nos conviene, y que no siempre es donde queremos. Para entender esto hay que tener fe, y dejarse llevar. Entiendo la fe en sentido existencial, como la “distensión entre la duda y la creencia” que decía el siquiatra y filósofo alemán Karl Jaspers (1883-1969), pero también en sentido teológico, espiritual y religioso.

Soy también de la opinión que somos antes hijos del tiempo que nos ha tocado vivir, de nuestras posibilidades, aptitudes y circunstancias, que de nuestros padres biológicos o de adopción. Pienso también que la influencia de los padres -del padre, de la madre, de los progenitores-, es decisiva para la vida de cada uno de sus hijos. En mi caso me marcaron de una forma absoluta, concluyente, definitoria. Estimo, también, que ni mi hermano ni yo pudimos tener mejores padres, ya que fuimos hijos deseados y queridos en todos y cada uno de los momentos de nuestra vida, desde nuestro principio hasta su final.

En suma: valgan estas palabras como invitación y estímulo para evocar nuestra vida, la de cada cual en particular, nuestros sueños, éxitos y frustraciones; ya que todos tenemos nuestra pequeña-gran historia que contar. Y como decía Carl Sagan (1934-96) respecto del Cosmos, las personas constituimos el cómputo de lo que hemos sido, de lo que somos y de lo que seremos. Vale.







[1] ROF CARBALLO, Juan (1964). Medicina y actividad creadora, Revista de Occidente, Madrid, pp. 247-267.
[2] Ibídem.

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