Evocaciones y remembranzas
referidas a mis ancestros maternos.
“Nada nos envejece tanto
como la muerte de aquellos
que conocimos durante la infancia”
-Julian Green (1900-1998),
escritor norteamericano,
nacido en Francia-.
Palabras previas.
Mis abuelos de El Cuervo -José León Garzón Casino y Dominica
Casino Alamán-, se casaron en su villa natal a las 8:00 horas de la mañana del día 28 de septiembre de 1901, a la edad de 24 años y tuvieron cinco hijos, un varón y cuatro mujeres, y once nietos. A la hora de firmar las actas, el abuelo firmó por él y por su esposa, que no sabía. Tampoco sabían escribir las madres de los contrayentes -María Casino Millán y Matea Alamán Asensio-; por ellas firmó uno de los testigos, José Valero Murciano, que sí sabía. Los padres de ellos no asistieron a la boda, por hallarse difuntos.
Los abuelos fallecieron hace ya muchos años, y también sus hijos, entre los que
se hallaba mi madre; de los nietos quedamos siete: el mayor tiene ochenta
años y el más joven en torno a sesenta... Mi familia materna fue relativamente
numerosa, y siempre estuvo muy unida; ello se debió quizá a que la mayoría eran
mujeres, pues las mujeres suelen “tirar” hacia la línea ascendiente mucho más
que los hombres; además, mi madre y sus hermanas adoraban a sus padres,
devoción que supieron transmitir a sus hijos. Pese a vivir en distintos
lugares, la unión familiar se mantuvo durante décadas, mientras vivieron las
hermanas. Desaparecidas ellas y su hermano mayor, cada primo ha tirado por
donde la vida le ha llevado, lo que ha supuesto un incremento en la distancia
emocional, hasta el punto que nuestros hijos, los míos y los de mi hermano, por
ejemplo, apenas conocen a los hijos de algunos de nuestros primos –quiero decir
que su conocimiento es superficial, somero, incluso nulo-; cuánto menos
conocerán a los nietos. Parece que esto es lo habitual, conforme el árbol
familiar crece, las ramas se dispersan...
Vista meridional de la villa de El Cuervo (Teruel), de fecha inmediatamente posterior a la guerra civil -en todo caso, antes de la construcción del Edificio de las Escuelas Públicas-. |
La casa de los abuelos, en El Cuervo.
Mis padres vivían en Torrebaja y
periódicamente subíamos a El Cuervo para ver a los abuelos y estar unos días
con ellos. En realidad éstos de El Cuervo fueron los únicos abuelos que conocí,
ya que los de Torrebaja ya habían fallecido: el abuelo Román antes de mi
nacimiento y la abuela Vicenta cuando yo tenía apenas cuatro años. Esto se
explica, en parte, porque mi madre era bastante mayor que mi madre. A veces
subíamos en el coche de línea que hacía el recorrido diario de El Cuervo a
Teruel por la mañana y regresaba por la tarde, haciendo el trayecto inverso.
Otras veces íbamos en el taxi de Miguel Fortea, que tenía un vehículo grande,
negro, muy capaz. Mis abuelos vivían en la calle del Castillo, que iba de la plaza
de la Iglesia hacia las Escuelas. La casa era enorme, un verdadero laberinto,
pues estaba formada por varias casas unidas entre sí, dispuestas en distinto
nivel. La casa que daba a la calle poseía una puertecita estrecha por la que se
accedía habitualmente, y otra más amplia que daba al descubierto, por donde se
accedía con las caballerías. Pero esta puerta del descubierto ya no se
utilizaba, ya que entonces las caballerías estaban en otra de las casas de la
parte alta.
Al primer piso de esta primera casa
se accedía por unas escaleras de amplios peldaños con atoques de madera. La
escalera continuaba hacia la parte superior por otras escaleras más estrechas
que daban a una cambra. En el último rellano de este tramo había una puerta por
la que se salía al exterior por un callejón estrecho, por encima del cual
quedaba el patio de la casa del medio. El primer piso de esta primera vivienda
poseía un comedorcito en el que había un armario con vitrina y cantareras en la
parte de abajo. Desde este recinto se accedía a otro más amplío paralelo a la
línea de fachada, en cuya parte interna se hallaban las alcobas. En la alcoba
del fondo recuerdo haber pasado el sarampión junto con mi hermano pequeño. La
abuela nos tapaba con unas sayas suyas rojas que tenía, y la bombilla la
cubrieron también con una tela roja. Según la creencia popular, el color rojo,
como el de la propia erupción sarampionosa, resguardaba contra la enfermedad.
El argumento no parece tener mucha enjundia, pues se basa en la ley de los
semejantes: lo rojo, con rojo se cura. Permanecimos varios días en la cama, con
fiebre, picores y manchas rojas por el cuerpo; de aquellos momentos recuerdo,
además del color rojo que nos envolvía, el rústico sonido de la campana del
reloj de la iglesia cuando daba las horas, un son familiar, pausado y rotundo,
que me gustaba: si tocaba las ocho es que eran las ocho, no había vuelta de
hoja. El sonido del bronce marcaba entonces la vida vecinal. El reloj repetía
las horas a los pocos minutos, yo esperaba ese momento y contaba mentalmente su
repique...
Fotografía de juventud de mi abuela materna -Dominica Casino Alamán (1877-1960)-. |
Aquella sala del primer piso en
cuya parte interior se abrían las alcobas tenía el piso de yeso enlucido, sin
ladrillos. El balcón que daba al descubierto poseía unas cortinas a modo de
colgaduras. Había también una mesa con un largo cajón en el que los abuelos
tenía sus cosas, papeles de escritorio, pañuelos, objetos extraños cuyo uso era
para mí desconocido. Muchas veces abrí yo aquel cajón, esperando encontrar no
se qué, pues siempre he sido muy revolvedor. Sobre la mesa había un gran
espejo, y un cuadro de buen tamaño en el que se vía una mujer de rasgos
fuertes, con la raya del cabello en medio, muy marcada, y con una chiquilla en
brazos. La abuela me decía, mira, esa es tu madre, señalando a la preciosa
niñita. La mujer de rasgos fuertes, con raya en el centro, era ella, mi abuela.
Aquella foto correspondía a una fotocomposición aceptable. En un rincón de la
sala había un aguamanil, con espejo, palangana, toallero y espacio para la
jarra. Por encima del lavamanos había un cuadrito encristalado con un mechón de
cabello rubio atado con una cinta. Cuando le preguntaba a mi abuela por aquello
no me contestaba, o lo hacía con palabras que yo no comprendía.
En otra de las alcobas de la sala
dormían los abuelos. Desde esta cámara se accedía a otra interior más elevada,
pues para entrar en ella había que subir varios peldaños. Había allí una cama
de hierro muy alta, un arcón de madera y un mundo con refuerzos de cuero y
metal. Desde esta última estancia se accedía a otra que hacía de despensa, en
la que la abuela tenía de todo, los jamones y embutidos, las conservas, manojos
de hierbas medicinales y sin fin de cachivaches colgados de las paredes. Había
allí un aroma especial, inconfundible, que nunca más he vuelto a experimentar. La
despensa mantenía una temperatura constante, se ventilaba mediante un ventanuco
que había en un lado. Lo curioso de esta última estancia es que ya pertenecía a
otra casa, a la de en medio, pues ya digo que todas estaban comunicadas. Por
unas estrechas escaleritas se accedía a una sala oscura en la que los abuelos
tenía las alacenas, las cantareras y objetos del menaje. Desde esta se pasaba
propiamente a la cocina, donde estaba el fuego bajo, allí comían los abuelos.
Esta cocinita se comunicaba con la cambra de la casa de abajo mediante unas
escaleras de madera de amplios peldaños, con baranda. Recuerdo a la abuela
sentada en una silla frente al fuego bajo, mientras mi madre o alguna de mis
tías la peinaba. La abuela era de cuerpo menudo, tenía la cara bondadosa,
arrugada, expresión de haber vivido mucho, las manos sarmentosas... y vestía
una sayas oscuras, con faldriquera y pañuelo a la cabeza. Tenía un carácter muy
distinto al del abuelo, ella era callada, seria, poco dada a la broma. En
cierta forma, sin embargo, se complementaban. Incluso de mayor conservaba el
cabello oscuro, muy largo, tanto que le llegaba a la cintura. Una vez peinado
le hacían una trenza muy fina, que luego enrollaban en un moño sujeto con
horquillas, unas horquillas con una bolita negra y brillante en un extremo que
nunca más he visto después. Fuera de casa siempre llevaba puesto un pañuelo
negro a la cabeza, y no le gustaba que la fotografiasen. Debía tener su punto
de coquetería, como todas las mujeres, pues parece que el motivo de evitar los
retratos eran las arrugas de su cara viejecita. De hecho apenas se conserva
algún retrato de ella, además de aquella foto grande en la que aparece con mi
madre en brazos.
Detalle de una fotografía de mi abuelo materno -José Garzón Casino (1877-1959)-, junto con uno de sus nietos -Ramón Torredefló Garzón-, en El Cuervo (Teruel). |
La cocinita de la casa de en medio
daba a otra sala que hacía de entrada, cuyo piso aparecía cubierto de yeso
tosco entre las vigas, formando las cimbras. Sobre el mismo suelo había
patatas, cebollas, incluso panojas extendidas. En un rincón de esta estancia
había un armarito empotrado en el que los abuelos guardaban las herramientas,
tenazas, destornilladores y variedad de objetos pequeños que a mi me encantaba
manipular. La parte inferior de esta estancia pertenecía a otra casa,
propiamente a la cuadra de la vivienda vecina; parece que las casas se
sobreponían. Desde esta estancia anexa a la cocinita se salía a un amplio patio
exterior en el que había una higuera; posteriormente hubo una parra que lo
sombreaba. En este patio había un corral donde los abuelos tenía los animales,
cerdos, gallinas, conejos. Las gallinas andaban a veces sueltas por el patio.
Había también un pequeño huerto en alto y un alatonero de grueso tronco. Desde
este patio se accedía a otra casa, ésta a medio acabar y en la que había
trabajado el tío Ricardo Esparza, un albañil de Torrebaja amigo de mi abuelo,
que había estado de joven en Cuba. Por un lateral del patio se salía a un
callejón que daba sobre el edificio de las Escuelas Públicas, desde donde se
vía Castielfabib. Frente al colegio había una casa con patio, allí vivía la tía
Paula, una señora mayor con gafas de miope: decían si era espiritista, que
podía hablar con los muertos, y tenía varias gallinas a las que continuamente
llamaba, pitas, pitas, pitas...
En la cambra de la casa de abajo
había aperos, areles, garrafas, unos colchones de farfollas donde nosotros
echábamos la siesta en verano... y un baúl con ropas de mi abuelo, entre ellas
el uniforme, pues en su juventud había sido Guardia de Seguridad en Madrid,
Teruel y Barcelona. Entre las prendas de guardia estaban los correajes y
cartucheras, y una porra de medio metro de larga con la que mi hermano y yo
jugábamos a policías y ladrones. Mis abuelos habían emigrado en su juventud a
Madrid, donde ya digo que el abuelo era guardia, trabajo que alternaba con el
de podador en una cuadrilla de gente de la zona, de El Cuervo, Cuesta del Rato
y Castielfabib. Uno de los lugares donde trabajaban era el Palacio Real, allí
conoció al joven rey Alfonso XIII, que se escapa de sus cuidadores y se iba con
los trabajadores, a almorzar con ellos, pues le gustaba mucho la comida que
llevaban. Pobre comida sería, pero que al joven rey le gustaba, pues ya de
muchacho dicen que era muy campechano. La familia residía en el Barrio del
Progreso de Carabanchel Bajo, Madrid; estando allí nació mi madre, esto fue el
17 de septiembre de 1913, a las 13:00 horas. Mis abuelos tenían entonces 36
años, pues ambos habían nacido en 1877. Y cuatro años más tarde, en 1917, les
nació Celestina, la última hija.
Las cuatro hijas de mis abuelos de El Cuervo (Teruel): Francisca (1913-1999), Clotilde (1908), Celestina (1917-2014) y Amelia (1911-1998), en Barcelona (ca.1925). |
De Madrid a Teruel y Barcelona.
Poco después del nacimiento de mi
tía Celestina los abuelos decidieron trasladarse a Teruel, para estar más cerda
del pueblo, ya que la abuela echaba mucho de menos su tierra, su casa, las
fincas que tenían. Decía que en aquella época ya les habían nacido los cinco
hijos que tuvieron: José (1905), Clotilde (1908), Amelia (1911), Paquita (1913) y Celestina
(1917). Teruel era entonces un pueblo grande; la única ventaja que podía tener
respecto de Madrid era estar más cerca de El Cuervo. Mis abuelos y sus hijos
vivieron en una casona de la calle del Clavel, una calleja estrecha que todavía
existe por encima de la plaza del Torico, según se sube hacia el Rabal a la
mano derecha. Contaba mi madre que estando en Teruel le ocurrió a mi abuelo
tener que socorrer a una señora cuyo marido le estaba dando un paliza. Mi abuelo
agarró del pescuezo al agresor y lo separó de la pobre mujer. Habría que decir
que mi abuelo era un mocetón, alto y fornido –todo lo contrario que yo, que
salí a la abuela-. Nada más separarlo la mujer se encaró con mi abuelo, dándole
patadas e insultándole para que soltara al marido, alegando que aquello eran
cosas suyas, y que nadie se tenía que meter... No sé cómo acabaría el lance,
probablemente dejándoles marchar, tanto a la mujer como a su agresor. Entonces
no había leyes contra la violencia de género...
Francisca Garzón Casino, en Barcelona, cuando contaba 17 años (1930). |
Mis abuelos estuvieron un tiempo
en Teruel, meses, años, no sé... El caso es que mi abuela comenzó a estar
aburrida de tanta gente como pasaba por su casa, pues todos los que iban de El
Cuervo a Teruel por compras o lo que fuera, acaban desayunando o comiendo en su
casa, incluso durmiendo. Aquello cansaba a la abuela, hasta el punto de pensar
en marcharse. Sucedió por entonces que pasó por Teruel un amigo de mi abuelo,
camino de Barcelona, adonde se dirigía para trabajar como carpintero en ciertas
obras que estaban haciendo en la ciudad condal, quizá fuera en la ampliación de
algún tramo del metro. El caso es que persuadió a mi abuelo para que dejara
marchar con él a José, el hijo mayor. Una vez instalado parece que José les
convenció para que se trasladan a Barcelona. Todo fue que se marcharon,
pensaban que sus hijas tendrían allí mejor futuro. Primero se marchó el abuelo,
a tomar posesión de su cargo y encontrar casa donde vivir. El único detalle de
aquel viaje, de Teruel a Barcelona es que cuando el abuelo echó mano de la
cartera no la encontró, la había perdido o se la birlaron en la estación. El
disgusto fue de órdago, pues se quedó sin dinero. Suerte que tenía un sueldo
del Estado, de esta forma salieron adelante. El resto de la familia, la abuela
y sus hijas fueron después, por barco, vía Valencia. Durante la travesía las
pequeñas se pasaron el viaje jugando en cubierta y cuando llegaron a Barcelona
el abuelo no las reconocía, de sucias y negras que iban por la carbonilla. En
Barcelona estuvieron varios años, el abuelo como Guardia, la abuela al cuidado
de la casa y las hijas en la escuela o trabajando. Residían en la parte alta de
la calle Verdi, entonces poblada de casitas bajas y áreas de descampado. Pero
el abuelo enfermó de reuma en las piernas y tuvo que dejar el trabajo. Además,
tampoco le sentaba bien la humedad de la ciudad. Finalmente, el matrimonio
decidió volver al pueblo, pero José, Clotilde, Amelia y mi madre se quedaron en
Barcelona. Aunque iban y venían con relativa frecuencia al pueblo, a ver a los
abuelos, pues Amelia recordaba que estando en El Cuervo, a eso del medio día,
oía los estampidos de los barrenos con que perforaban los túneles de
Castielfabib. Esto fue en la segunda mitad de los años veinte, durante la
Dictadura de Primo de Rivera...
Francisca Garzón Casino (izquierda) y su hermana Amelia Garzón Casino (derecha), en Barcelona (ca.1935). |
De Barcelona a El Cuervo.
En su regreso al pueblo les
acompañó Celestina, la hija pequeña, que de moza estuvo siempre con ellos.
Desconozco la fecha exacta en que tuvo lugar el viaje, pero pudo ser a finales
de los años veinte, ya que se conserva una fotografía que mi madre les envió,
luciendo una hermosa trenza con una dedicatoria: A mis queridos padres en
prueba de cariño y afecto, su hija Paquita Garzón. Barcelona, día 26 de
mayo de 1930 –tenía ella entonces 17 años-. Puede que estos fueran los años
más felices para ellos, al menos para la abuela, que estaba muy apegada a su
terruño. El abuelo era de otra forma, estimaba también su casa y sus fincas,
pero estaba bien en cualquier parte, era un hombre más de mundo, abierto y
coloquial. Tenía una yegua percherona que le ayudaba en las labores del campo,
y una perra color canela llamada “Cuqui”. Un día la perra se le cruzó en el
camino, ladrando como una descosida. Ante los ladridos del can la caballería se
paró de inmediato, enseguida vio pasar el abuelo una culebra por el camino,
gruesa como el brazo o poco menos. A mediados de julio de 1936 estaba
trabajando en unas fincas que tenía en El Río de Allá Arriba, una partida del
término aguas arriba del Ebrón. Allí cultivaba de todo lo que daba la tierra,
variedad de frutas, uvas, manzanas, peras..., incluso tabaco, cuyas matas tenía
escondidas entre el maíz. Aquella finca era un vergel, el paraíso particular del
abuelo. Celestina le llevaba cada día la comida al abuelo, para que no
perdieran tiempo en subir y bajar, pues la zona quedaba lejos del pueblo. En
aquella ocasión, al pasar Celestina con su cesta de comida vio que gentes de
fuera y otras del pueblo estaban sacando cosas de la iglesia –imágenes, libros,
ropas del cura...- y quemándolas en la plaza. Cuando llegó donde el abuelo le
contó lo que había visto: Padre –le dijo-, que hay gente en la plaza
quemando cosas de la iglesia... El abuelo contestó: Malo, hija, esto es
la guerra... Dejó lo que estaba haciendo y ambos se bajaron de inmediato al
pueblo. No se había equivocado el abuelo, aquello fue el comienzo de la guerra
civil... Para la gente con alguna experiencia –tal el caso del abuelo, que por
entonces ya tenía sesenta años-, la guerra no fue una sorpresa, en especial
desde las elecciones de febrero, ganadas por el Frente Popular, y durante toda
la primavera de aquel año, en que el país vivía una situación social de
agitación y violencia permanente, que el Gobierno no quiso o no pudo parar.
Celestina se casó a los 19 años,
el mismo año que comenzó la guerra, con un mozo de Castielfabib llamado Manuel
Gómez. Al comienzo de la guerra los del Comité llamaron a Manuel para formar
parte de la Junta Revolucionaria local. Manuel era un joven sencillo, pacífico, aparentemente nada sabía ni supo nunca de política; ni la entendía ni le interesaba. Muchos años
después, cuando yo le conocí, seguía siendo el mismo personaje franco y
apacible que había sido de joven. Paradójicamente, Manuel era también amigo de
la broma, un guasón como el abuelo que de todo hacia burla –al menos a mí me
tomaba bastante el pelo-; aunque tenía también un rictus en el rostro, cosa que
yo achacaba a sus dolores, pues con frecuencia padecía del estómago.
Aparentemente la guerra no afectó a mi abuelo José, que siguió siendo un hombre
bondadoso, hablador, dicharachero, siempre dispuesto a reírse, relator
impenitente de anécdotas y chascarrillos. Durante la contienda le asignaron
varios soldados a los que debía dar cobijo en su casa, y que le estimaban como
a un padre. Tío José –le decían- háganos un caldero de gachas...
El abuelo preparaba entonces el caldero con agua harina de maíz y sal, y lo
ponía al fuego; mientras, la abuela, freía pimientos y tajadas, y preparaba el
ajoaceite. En el año 37, antes de que las tropas franquistas llegaran al
Mediterráneo, mi madre vino de Barcelona por Valencia en tren para ver a sus
padres –tenía ella entonces unos 23 años-. En Utiel cogió un camión que venía
para el interior, con bancos de madera atados a los costados de la caja del
vehículo. Con ella iba una amiga suya de Torrebaja, Amelia Asensio, hija de José
el Cuervero. En el mismo vehículo viajaban un grupo de milicianos que iban al
frente de Teruel por la misma ruta. Los soldados se reían contando como en
cierta ocasión, yendo por aquella zona de la Plana de Utiel, habían rociado a
un cura con gasolina y le habían prendido fuego. El hombre gritaba y corría que
se las pelaba –decían- con la sotana en llamas... Mi madre y su amiga oían el
relato espantadas.
De compras por las Ramblas de Barcelona: Amelia Asensio Muñoz de Torrebaja (2ª por la izquierda), Francisca Garzón Casino (3ª por la izquierda), ca.1945. |
En El Cuervo la guerra terminó en
abril de 1939 -con la entrada de las tropas franquistas del 3er batallón
de Infantería de Gerona-.[1]
Los miembros del Comité Revolucionario local y gente que se había destacado
durante la guerra fue detenida y encarcelada, entre ellos Manuel, el marido de
Celestina. Durante toda la guerra hubo varios vecinos de la villa escondidos en
cuevas del monte. Mucha gente del pueblo lo sabía, también los del comité, pero
nunca les molestaron ni dijeron nada. A las mujeres e hijas de los que habían
pertenecido al comité las obligaron después de la guerra a limpiar la iglesia,
que había servido de cuadra, almacén o lo que fuera durante la contienda.
Manuel estuvo detenido en El Puig de Santa María, Valencia, y posteriormente en
la Prisión Provincial de Teruel, donde Capuchinos. Manuel y Celestina habían
tenido una hija nacida en plena guerra, fallecida de difteria en 1939, estando
el padre todavía en la cárcel. Pese a todas las penurias todavía tuvieron que
agradecer al régimen que le dejaran salir para el entierro. El mechón de
cabello rubio atado con un cinta que había en el salón de alcobas de la casa de
mis abuelos, era de aquella niña, llamada Anita... Estando Manuel en El Puig,
Celestina iba periódicamente a llevarle a su marido una cesta con algo de
comida, ropa limpia, calcetines de invierno. En cierta ocasión no le dejaron
darle unas manzanas que le traía, se las tiraron al suelo en su presencia.
Empleaba dos días en el viaje, y volvía triste y agotada, cuando no
desesperada, al ver la situación en que se encontraba el preso. Cuando le
trasladaron a la prisión de Teruel, Celestina se marchó a vivir a esta ciudad.
Manuel y Celestina tuvieron otra hija, Amelia, esto ya en 1942; años después,
ante la falta de perspectivas en El Cuervo la familia marchó a El Puerto de
Sagunto, en Valencia, donde Manuel se colocó en Altos Hornos, sector de
jardinería. Posteriormente les surgió la oportunidad y emigraron a Barcelona,
donde vivieron muchos años... Manuel falleció joven, Celestina el año pasado,
con 96 años cumplidos.
Mi abuelo José fue siempre un
hombre alto, recio, fuerte, vitalista..., estimaba por encima de todo la
relación familiar y la conversación con sus amigos. Hasta bien mayor, estando
ya casi ciego, iba todos los días a la plaza del Horno, donde los olmos, a
tomar un vino en la tienda de Dionisio Casino (1909-1999). Le gustaba el vino,
en cada comida se bebía una botella; suerte que era liviano, cosechero. Pocos
años antes de su muerte hubo de operarse de cataratas, lo llevaron a la clínica
del Dr. Barraquer, en Barcelona. Entonces la operación no estaba tan depurada
como ahora. Estuvo varios días ingresado y se le fue la cabeza -dijeron si se
había desorientado-; pero yo siempre pensé que fue porque en la clínica dejaron
de darle el vino que acostumbraba beber en las comidas.
José Garzón Casino con dos de sus hijas -Amelia (izquierda) y Celestina (derecha)- y una nieta -Amelia Gómez Garzón-, posando en el patio de su casa de El Cuervo (Teruel), ca.1945. |
La muerte de los abuelos.
Mis abuelos estuvieron siempre muy
unidos, y así permanecieron hasta su final y acabamiento... El primero en
fallecer fue el abuelo, la muerte le sobrevino en su casa de El Cuervo, esto
fue el 5 de junio de 1959, cuando contaba 83 años. Decía mi madre que había
muerto de una hemorragia, pero pudo ser de cualquier otra cosa, pues la vejez
es hermana de la enfermedad y de la muerte. Del día del entierro conservo
imágenes muy vívidas, aunque yo era entonces un niño de apenas 7 años. Recuerdo
que para bajar el féretro de la sala donde estaba expuesto hubo algún problema.
Y que cuando lo estaban sacando de la casa mi tía Celestina lanzaba unos gritos
desgarradores, desde la cambra clamaba como una poseída, sollozando y dando
portazos. Era su forma particular de manifestar su dolor. Yo iba de la mano de mis padres, asustado. Otra cosa que recuerdo es
que cuando sacaron el féretro, en el trayecto de la casa de los abuelos a la
iglesia comenzó a chispear, me angustiaba que el cajón donde llevaban a mi
abuelo se mojara. No sé por qué, pero me producía desazón... Esta fue la
primera muerte familiar que presencié. No sé si era lo suficientemente
consciente, pero me di cuenta que llegado el momento las personas desaparecen
de nuestra vida...
Detalle de la lápida de mi abuelo -José Garzón Casino (1877-1959)-, en el Cementerio Municipal de El Cuervo (Teruel), 2013. |
Hasta entonces, las hijas se
turnaban en ir a cuidar a los abuelos a El Cuervo, pero tras la muerte del
abuelo decidieron que sería mejor que la abuela pasara temporadas con las
hijas. Lo que entonces se llamaba "ir a meses", expresión que siempre me ha
parecido muy triste. Como cuando preguntas a alguien: Y tu padre, ¿qué tal? –y
te responden bien, pero ya no sale-. Hoy día los abuelos siguen yendo "a meses",
cuando no los meten directamente en una residencia, que es la forma moderna de
llamar hoy al asilo. Ni siquiera la paga de los abuelos los libra de estos
recintos de viejos. Y gracias que existen semejantes lugares, de lo contrario la
vejez sería para muchos todavía más terrible. Fue así que mi abuela Domina bajó
a Torrebaja, a la casa de mis padres. Después le tocó tenerla a su hijo José,
que vivía con su familia en Puerto de Sagunto, Valencia. Pero a cambio de
tenerla de nuevo mi madre en Torrebaja, decidieron mandarme a mí en su lugar, a
pasar unos meses con mis tíos y primas. Aquella fue mi primera salida larga de la
casa paterna; no recuerdo como muy agradable la estancia en aquella ciudad –y
no porque se portaran mal conmigo, todo lo contrario-, solo que añoraba muchos
a mis padres y hermano. Puedo evocar con absoluta nitidez, sin embargo, el embriagador aroma del azahar en las noches de primavera. Durante el tiempo que mi abuela estuvo en Torrebaja se
comportaba con absoluta normalidad; aparentemente nada hacía prever que no
estaba bien. Lo único que llamaba la atención de mi madre es que, pese a haber
estado tan unidos, la abuela no mencionara nunca al abuelo. Pensaba ella que el
no nombrarle le evitaba el sufrimiento de su ausencia. Lo cierto es que no se
dio cuenta de lo que sucedía hasta que un día la abuela le dijo: Chica, no
sé adonde habrá ido el padre, hace rato que no le veo... –cuando el abuelo
hacia ya meses que había fallecido-. Mi madre y sus hermanas siempre llamaron a
sus padres de usted, jamás les tutearon. Entre ellas, para referirse a alguno
de ellos le nombraban como “el padre” o “la madre”. La educación y el respeto
por encima de todo...
Detalle de la lápida de mi abuela -Domenica Casino Alamán (1877-1960)-, en el Cementerio Municipal de Torrebaja (Valencia), 2013. |
Fue en ese tiempo, durante mi
permanencia en Puerto de Sagunto, cuando murió la abuela, esto fue el 20 de
abril de 1960, poco menos de un año después que el abuelo. La abuela dormía en
la misma cama que mi hermano pequeño, en una alcoba junto a la habitación de
mis padres. Un día se levantó mi hermano asustado: ¡Mamá, mamá, la abuela,
la abuela...! -cuando mi madre llegó la encontró muerta-. Había fallecido
durante el sueño, sin enterarse, plácidamente. Ella que había sido tan
dispuesta y concienzuda, se marchó sin llamar la atención, silenciosamente,
como había vivido. Mi padre se hallaba por aquella época de viaje, con los
animales, pues era tratante. En aquel trance se vio ayudada en los trámites del
Juzgado y en la cosa del féretro por Emilio Hernández, el del bar y por el tío
Gregorio Martínez, el padre de Trini. Ella nunca olvidó la ayuda prestada por
estos vecinos... En cierta ocasión, esto ya muchos años después, le pregunté a
mi madre lo que había supuesto para ella la muerte de sus padres. Me dijo que
fue lo más dolorosos que le había sucedido hasta entonces; superó relativamente
bien el suceso gracias a nosotros, a mi hermano y a mí. Vernos a nosotros tan
pequeños le daba fuerzas para vivir.
Los hermanos Garzón Casino al completo -de izquierda a derecha-: Amelia, Celestina, José, Clotilde y Francisca Garzón Casino, posando en el patio de mis abuelos de El Cuervo (Teruel), en 1990. |
A modo de epílogo.
Mi abuelo José Garzón está enterrado en el cementerio de
El Cuervo,[2]
Teruel; y mi abuela Dominica Casino en el de Torrebaja, Valencia.[3]
Cuando voy a estos camposantos no falta mi visita al lugar de su inhumación –al
de ellos, al de mis padres, abuelos paternos y demás parientes-. La familiares
muertos forman una larga procesión, aunque de esta sólo discernimos a ver los
más próximos a nosotros. Yo no sé si ellos estarán de alguna forma misteriosa e
incompresible pendientes de nuestro devenir –cosa dudosa y altamente
improbable-, pero para mí son algo real, hasta el punto de que los vivos
constituimos el eslabón de una cadena ininterrumpida con los que nos
precedieron y los que han de venir, entre el pasado y el futuro. Pero esto es
sólo una idea, el deseo inconcreto de formar parte de algo más importante que
nuestra pequeña individualidad. Además, me gusta el precepto
bíblico: «Honra a
tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el
Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20,
12). Hoy hay mucha gente, sin embargo, que no cree en Dios
ni en la otra vida –ni creen ni les interesa un ápice, pues viven al margen de
cualquier trascendencia, etsi Deus
non daretur-; pero creas lo que creas, la muerte te alcanza igual; es cuestión
de tiempo. Por otra parte -discurren con despreocupación- lo que haya
después, ya se verá... Pero nada de lo que cuento tiene la menor importancia
práctica; así que cada cual puede pensar al respecto lo que su intelecto le de
a entender.
.
Vista general de la villa de El Cuervo (Teruel), desde el cerro de san Pedro, con Castielfabib (Valencia), al fondo (2013). |
En suma: tras la lectura del texto expuesto podría
pensarse que conocí a mis abuelos, pero lo cierto es que no, no les conocí en
absoluto. Me hubiera gustado, no obstante, conocerles, hablar con ellos, saber
lo que pesaban, de los acontecimientos que les tocó vivir, de su experiencia.
Pero cuando fallecieron yo tenía sólo siete años, y con esa edad apenas podemos
entender lo que vemos y oímos. Con la excepción de algunas imágenes concretas,
mi evocación se basa en lo que mi madre y sus hermanas me contaron, con lo que
propiamente puede decirse que la realidad de todo esto es cuanto menos
subjetiva, por mucho que yo la tenga por positiva y verdadera. Vale.
De la Real Academia de Cultura Valenciana (RACV).
[1] SÁNCHEZ
GARZÓN, Alfredo. Aproximación histórica a la villa de El Cuervo y su
parroquial, Valencia, 2000, p. 119.
[2] SÁNCHEZ
GARZÓN, Alfredo. Iconografía funeraria en el cementerio de El cuervo
(Teruel), en http://alfredosanchezgarzon.blogspot.com.es/2013/09/iconografia-funeraria-en-el-cementerio.html,
del domingo 22 de septiembre de 2013.
[3] ID. Iconografía
funeraria en el cementerio de Torrebaja (Valencia), en http://alfredosanchezgarzon.blogspot.com.es/2011/11/iconografia-funeraria-en-el-cementerio.html,
del miércoles 16 de noviembre de 2011.
1 comentario:
Enhorabuena por tu último artículo. Comentarte que leer tu relato me ha hecho recordar a mis abuelos ya fallecidos.
Por la forma que describes la casa de tus abuelos de El Cuervo, está debe ser todo un ejemplo de las casas "que se meten unas con otras", algo que cuesta tanto entender en la actualidad.
Un abrazo desde Chelva.
Publicar un comentario